Contra la seducción

Escuchamos cada día que tenemos que ser capaces de seducir. A nuestros amigos que votan desviadamente, a nuestro conocido que decide abstenerse, a nuestros enemigos políticos para –con ellos- formar una mayoría social de uno u otro signo…

Nos lo dice Manuela y lo ha puesto en práctica Podemos como leiv motiv: Pablo seduce, Monedero también tiene su cuota de atractivo y Errejón se dedica a organizar porque su labia es poco vibrante. Muchos votantes del PP y del PSOE les son fieles aunque se sienten maltratados, y no se atreven a romper una rutina hedionda porque supone reconocer el fracaso de su propio enamoramiento. Otros se dejan engatusar por las maneras suaves de Rivera o el nervio de la Nueva Política que echan de menos en ellos mismos.

Seducir es engañar. Al menos en parte. Una relación basada en la seducción y el embelesamiento no es un contrato en igualdad. Es propio del sistema representativo y es propio de un mundo espectacularizado. Porque el seducido es un espectador.

Convencer no es seducir. Donde un comercial de puerta fría pone arrumacos distantes un buen profesor introduce argumentos. Donde un predicador recurre a la promesa una compañera comparte el aprendizaje.

La representación lleva implícita una contradicción insalvable para quienes entendemos la política como algo cuyo elemento central es el hacerlo entre muchos. La vida diaria es contradictoria y mestiza. Bajamos al barro y subimos a los tejados. Y en esto votamos – a veces, algunos- porque algo habrá que hacer hoy, para ver si cuela esta vez y porque es complicado abstraerse en una representación teatral en la que nos han metido sin nuestro permiso. Es una contradicción insalvable, pero la vadeamos mareados.

Nada es más atrayente que una buena maestra – nuestras dicotomías se complican-, pero nada más decepcionante que descubrir que su tono convincente desaparece al levantarte del pupitre tú y bajar del estado ella.

El domingo fue la hostia: una explosión de sentimientos agitados durante veinticuatro años. Pero éste es un exhorto a los compañeros que pronto estarán trabajando en el Ayuntamiento de Madrid. No tratéis de seducirnos, por favor, tratad de convencernos. Transformación, argumentos y experiencias compartidas. Yo sé que está entre vuestras intenciones, pero intuyo que es fácil rodar por la espiral del lenguaje político. Nosotros, por nuestra parte, seguimos a nuestra bola, que también hay mucho que hacer por aquí fuera. Dispuestos a besaros o poner cara de póker, según transcurra el día, cuando nuestros caminos se crucen.

Calle de Bravo Murillo de Todos sin Ellos

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Ayer se celebró el Día del niño en Bravo Murillo. La fiesta tiene muchas cosas que tiran para atrás, como las marcas regalando productos, algunas instancias del Ayuntamiento que no cumplen con la gente proponiendo juegos…la policía haciéndose fotos con los niños.

Julia y Darío se subieron al camión de la basura y les hice una foto. Y eso sí me gustó. Los bomberos, como cada año, llenaron la calle de espuma, consiguiendo que la calle Ávila pareciera una calle nevada del Caribe. Y eso también me gustó.

Mi alma libertaria tira de mí para que odie una fiesta de encuadramiento estatal (a nivel Ayuntamiento), mientras que mi alma popular se lo pasa pipa con la gente invadiendo una de las vías de más tráfico de Madrid. Mi lado más contemporizador disfruta con los servicios públicos que no son de control participando de la fiesta. Mi yo cascarrabias no puede dejar de pensar que estas fiestas –como el carnaval- no son más que refuerzos del sistema a través de la excepción: la calle por un día, la inversión de valores por un día, las mujeres que mandan por un día…para que el resto de días siga siendo lo mismo.

Mis yoes y yo tampoco nos peleamos demasiado, hemos convenido que un año de estos hay que tomar el Día del niño, echar a la policía, subir la música y que lo zancudos y vendedores de globos corten la cinta del Bravo Murillo de Todos Sin Ellos.