Golfos, malvivientes y pandillas del andén.

Las vías del tren de Leganés

Las vías del tren de Leganés

Desde hace unos cinco años hago todos los días la línea de tren que va hasta Humanes para llegar al trabajo. Me bajo del cercanías –o lo cojo, según vaya aburrido o vuelva cansado- en Leganés. Paso por Orcasitas, Villaverde Alto, y otras paradas donde me entretengo leyendo u observando a mis compañeros de viaje. De entre todas las tipologías humanas que, no sin cierta vergüenza, voy creando en mi cabeza, una de las que más presente tengo es la de las pandillas del andén.

He observado que muchos grupos de chicos y chicas quedan en las estaciones de cercanías. Pasan mucho tiempo en los andenes, a los que llegan saltando la valla, frecuentemente en la dirección menos frecuentada. Preparan pasos de baile, charlan, y se encuentran con otros grupos de chicos y chicas que vienen de las estaciones cercanas. A veces los muchachos de las pandillas del andén suben al tren y bajan tras una u dos estaciones. Se nota que son sus dominios, se comportan de manera altiva, muchas veces se estiran ocupando un par de asientos, hablan alto, cantan. Flamenquito, hip hop, reggaetón. Pronuncian con herencias calés, aunque sólo unos pocos son gitanos. Los hay de aquí, de allá y de distintos colores.

Algunos viajeros, inmediatamente, miran hacia abajo ante su presencia, como queriendo pasar desapercibidos. Hay quien mueve la cabeza con gesto de desaprobación o alivio cuando desaparecen. En estos cinco años no es que no les haya visto ocasionar ningún problema: es que no he presenciado que se dirijan a nadie de forma conflictiva o maleducada.

Son, en realidad, sólo una de las muy distintas representaciones humanas posibles de una zona con fuerte componente popular. Quizá una que puede empalmarse fácilmente con el hilo narrativo de los golfos y los representantes de la mala vida – gente de clase baja al margen del sistema productivo- de los que irremediablemente me acuerdo cuando veo hoy estigmatizar y establecer categorías morales sobre chicos y chicas de la periferia o de barrios de clase trabajadora.

En el contexto de la explosión capitalista de las ciudades europeas, durante el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, se produjo un descomunal esfuerzo por la integración social con un reverso tenebroso: el de la creación de un discurso estigmatizador de los grupos sociales provenientes de las clases trabajadoras y los espacios en los que vivían, especialmente el de los grupos más díscolos. En el esfuerzo de creación de la nueva narrativa colaboraron escritores, periodistas, criminólogos, pedagogos y profesionales de la salud mental. Aparecen los golfos, la mala vida, los barrios negros, y toda una serie de frescos sociales dibujados de arriba abajo que vienen a resituar a las clases populares.

Foto del barrio de Peñuelas hacia 1900 | Archivo general de la Administración

Foto del barrio de Peñuelas hacia 1900 | Archivo general de la Administración

El nuevo discurso ponía en el punto de mira a hombres y mujeres que, sin ser considerados necesariamente delincuentes según el código penal, parecen llevar la semilla del delito con ellos, sobre todo si desarrollan su vida al margen del sistema productivo:

Son los criminales, las prostitutas, los mendigos, los golfos y perdidos de toda
especie, la gente que se ampara y reúne en esta clase, tipos heterogéneos y
proteiformes que, desprendidos por virtud de un proceso de degeneración
del organismo social, viven parasitariamente sobre éste, ya perseguidos como
enemigos, ya tolerados como comensales, ya en ciertas relaciones de mutualidad

(Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo )

Uno de los grupos sobre los que, como hoy, cae el discurso criminalizador con más contundencia es la juventud improductiva y perteneciente a las clases trabajadoras. Aunque ahora nos parezca un término castellano de honda raigambre, golfo es un neologismo nacido en este contexto, el chaval habitante de la mala vida. Golfo aparece por primera vez en el diccionario de la RAE en la edición de 1914, definido como ‘‘pilluelo, vagabundo, embaucador’’, remitiendo a un origen probable en el vocablo golfín (ladrón que generalmente iba con otros en cuadrilla). La primera vez que se tiene noticia del uso del término es en un artículo de Pío Baroja, publicado en La Voz de Guipuzcua en 1897. Posteriormente, Baroja escribiría, en 1900, Patología del Golfo:

…microbio de la vida social; echa sus ideas y sus actos disolventes en el
organismo de la sociedad; si ésta tiene salud, fuerza y resistencia, el microbio no
prospera; donde la vitalidad está perdida, el microbio se descompone y sus
toxinas penetran hasta el corazón del cuerpo social. Peligrosidad social aparece: a veces peor considerada que la misma delincuencia en tanto en cuanto podía ‘‘deslizarse’’ por el tejido social, impregnándolo.

En su versión femenina la voz golfa, como ahora, siempre se escribe o dice con connotaciones sexuales y peyorativas.

La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural

La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural

Pero la figura del golfo y del golfillo pronto se tratará como una patología, con la inestimable ayuda de la psiquiatría. Hay en España dos obras cumbre, por su influencia, para la construcción del discurso del niño degenerado: Estudio médico-social del niño golfo de José Sanchís Banús y Los niños mentalmente anormales de Gonzalo Rodríguez Lafora. Sus pilares teóricos son el higienismo, con su inseparable carga moral, y el determinismo positivista lombrossiano. Unen los supuestos procesos de degeneración física y moral, creando el estigma en la imagen de las clases populares.

José Sanchis Banús, tras estudiar una serie de cincuenta niños golfos, llega a la conclusión de que hay un alto porcentaje de imbéciles, creando clasificaciones médicas como anormalidad y locura moral. Para llegar a estas conclusiones se basa en experiencias anteriores llevadas a cabo en Francia, estudiando las medidas antropométricas de estos niños (tales como el tamaño del cráneo) y estableciendo relaciones «científicas” con el delito. Esta patologización de los comportamientos irá planteando las posibles vías de la regeneración: cárcel, manicomio y correccional.

Una vez se hubo definido la patología no tardaron en emerger las instituciones. La Escuela Central de Reforma de Alcalá de Henares, fundada en 1901, fue la primera
institución oficial destinada en España a la reforma y corrección de los niños
delincuentes. Pronto aparecieron otras, públicas y privadas. Estos establecimientos se miran en colonias agrícolas que proliferaban en Estados Unidos y Francia, y en su seno muchos niños y niñas recluidas fueron estudiados por médicos y psiquiátricas, en su afán por poner en relación sus medidas con la idiocia y la degeneración. Al tiempo que se reafirmaba el discurso en gestación y se trataba de reintegrar a los jóvenes al mundo laboral, se reforzaba la noción jerarquizada de la sociedad y la sumisión de las clases menos dóciles.

Aparecieron, simultáneamente, los estudios sobre la llamada mala vida en el marco de la criminología. Esta ciencia fue ganando presencia en una sociedad urbana en la que el crimen se convierte en uno de los grandes temas de la cultura. Es el momento de los primeros crímenes mediáticos, como el Crimen de la calle Fuencarral, cuya cobertura hiciera Galdós.

En 1898 se publica La mala vita a Roma de Alfredo Niceforo y Scipio
Sighele. En 1901, siguiendo su estela, Constancio Bernaldo de Quirós y José María Llanas Aguilaniedo publicaron La mala vida en Madrid, un auténtico bestseller en la época. En 1912 el pedagogo Max-Bembo, pseudónimo de José Ruiz Rodríguez, publicaba La mala vida en Barcelona.

Grupos marginales como prostitutas, homosexuales, mendigos,
vagabundos, estafadores, golfos, gitanos, sanadores, echadoras de cartas y hechiceras, fueron el objeto de estudio y los portadores del estigma de la mala vida, en contraposición al buen ciudadano y al trabajador. En el campo femenino, la acusación moral se centró en colectivos como las prostitutas y las lesbianas, aunque se extendió la sospecha al resto de mujeres de los barrios bajos, lugar de donde procedían la gran mayoría de sujetos a estudio.

Las fotografías y los pies de foto que ilustraban estas obras buscaban trasladar a la opinión pública biempensante la postal del horror del ideario degeneracionista que estaban creando: cuatrero, prostituta, delincuente, mendigo alcoholista, descuidero, uranista, invertido, rufián homicida, son algunas de las leyendas con que se aderezaban las imágenes.

El empleo de la fotografía como canal de creación de una imagen acusadora que, como veremos, tendrá en la prensa un canal privilegiado, puede conectarse fácilmente con el uso que se hace hoy de la televisión a parecidos efectos.

La ciudad era para los criminólogos el espacio natural donde se desarrollaba la mala vida y los barrios eminentemente obreros el epicentro de la geografía urbana del mal, que amenazaba al resto del cuerpo social y a la ciudad burguesa. Los mismos barrios bajos con los que han vivido episodios más importantes de organización obrera en Madrid durante el siglo XIX, como los relacionados con las cigarreras de la fábrica de Embajadores. En La mala vida en Madrid se habla sobre todo de los distritos de Hospital, la Latina y la Inclusa, y de cómo sus habitantes –los malvivientes– se desplazaban por las noches, como una horda, hacia el centro de la ciudad.
Mirado desde el otro lado, los habitantes de los barrios de la mala vida (barrios negros, también se los denominó) se sentían seguros al abrigo de las redes de solidaridad y los lugares de reunión de su territorio, que tan peligroso se aparecía a la opinión pública.

La medicalización del discurso, con el higienismo como punta de lanza, se extiende a la concepción de los espacios. El higienismo predica una relación directa entre la salud y las condiciones del espacio urbano y, de acuerdo con las nuevas directrices de la medicina, que empieza a contemplar la prevención antes que la curación, se crean mapas de la ciudad que señalan los focos de infección. Se hace uso de la herramienta estadística, también en auge.

La topografía socio-médica más importante de la época para Madrid es la de Phillip Hauser, pero este tipo de estudios proliferaron para todas las ciudades. Una vez más, los focos miasmáticos aparecían ideológicamente vinculados con la constitución moral de la comunidad. En el texto de Hauser es frecuente leer, referido a las casas de vecindad, el término focos de infección, o prestar atención al alcoholismo y la prostitución como causas.

Literatos como Baroja también llevan el pensamiento de la degeneración y la regeneración social a las páginas de algunas de sus novelas más conocidas. Así, por ejemplo, en esa disección de la mala vida que es La lucha por la vida, acaba haciendo que su protagonista, Manuel, se sobreponga a su destino, volviendo a la senda de la ética burguesa. Sin embargo, el resto de golfillos compañeros de andanzas conocerán la degradación más profunda. Estos golfillos llevarán los ecos de Lombrosso, y las ideas biodeterministas a las que nos hemos referido al planeta de la alta prosa:

Su cráneo estrecho, su mandíbula fuerte, su morro, la mirada torva, le daban aspecto de brutalidad y animalidad repelentes

El periodismo contribuyó a la creación del estigma de las clases populares y de los barrios bajos con lo que algún autor ha llamado periodismo del cólera. Descripciones que abundan en grabados y fotografías, entre lo sensacionalista y lo etnográfico, convenientemente sostenidas por opiniones expertas. Curiosamente, estos periodistas parecen pasearse libremente por lugares que seguidamente describirán como parajes horrendos y tremendamente peligrosos. Un periodista de pretensiones científicas y prejuicio constante.

En prensa en 1924

En prensa en 1924

Estos reporteros, que se presentan disfrazados en los barrios bajos en un ejercicio de sensacionalismo simpar, son también la correa de transmisión de una pulsión paradójica que aqueja a la sociedad burguesa del momento. El nuevo espacio de transgresión en el que se ha convertido la calle se aparece simultáneamente como un lugar que genera miedo y atracción. De igual manera que las damas francesas, dicen las crónicas, escapaban a los arrabales parisinos al encuentro de las peligrosas bandas de Apaches, también la burguesía madrileña sentía curiosidad por el envés del relato creado alrededor de las clases bajas, y su forma de vida peligrosa, comunitaria y carnal.

Probablemente lo mismo que les repugnaba moralmente les atraía:

Viviendo y durmiendo en la promiscuidad, es maravilla que el adulterio y el incesto no sean más frecuentes de lo que son, con serlo mucho más de lo que se cree generalmente. Y duermen en la misma cama como comen en la misma mesa; hasta que una noche, el hombre, despertado en el orgasmo y en estado de semi-inconsciencia, se halla entre los brazos de su hija, de su hermana o de la mujer más próxima, sin sombra de matrimonio, o mezclados con amores homosexuales

(La mala vida en Madrid- Bernaldo de Quirós)

Sobre el Ensanche Sur (continuación de los tradicionales barrios bajos, en lo que hoy sería Arganzuela) publicaba una noticia La Iberia el 26 de Abril de 1860 titulada Los hampones de Madrid, en la que se podía leer:

En estas casas, sobre cuyas puertas se lee el rótulo “despacho de vino”, consentidas por las autoridades de Madrid para posadas nocturnas, los habituales huéspedes que las frecuentan son mendigos, tiradores, randas y gitanos. Es por lo común costumbre entre esta gente, al tiempo que acercarse a tomar el vino, el pago de alquiler de los niños pequeños que han empleado en calles y parajes públicos haciéndoles llorar. Una vez practicados estos vergonzosos contratos, se mezclan y confunden sin distinción de sexo ni edades, improvisando sus matrimonios con las desgraciadas compañeras que les tocan en suerte, o que se encuentran a su lado.

La prensa retrataba con frecuencia reyertas entre pandas juveniles, con piedras, cuchillas de zapatero y – ocasionalmente-, disparos, en las que los jóvenes eran retratados como bárbaros. Sin embargo, los episodios de violencia contra las mujeres, que abundaban en la época, apenas encontraban hueco en las páginas de sucesos.

A menudo, el clima de terror social que planeaba sobre los barrios bajos provocaba situaciones de pánico social totalmente infundadas. En 1870 se produjo la desaparición de una niña en calle Gorguera (actual Núñez de Arce), junto a la Puerta del Sol. Al día siguiente de publicarse la noticia un hombre fue arrastrado por una multitud en el barrio de Peñuelas, acusado de intentar secuestrar a una niña. Pronto una multitud, junto a la Alcaldía, afirmaba que un grupo de franceses había secuestrado a 23 niñas. Ante el pánico generalizado, las autoridades tuvieron que aclarar que eran todo bulos. El hecho es que algo que había ocurrido en el centro de la ciudad, automáticamente se había trasladado en el imaginario de los madrileños a los barrios bajos.

Hoy podemos encontrar los ecos de aquella criminalización socio-espacial sin movernos de las mismas calles. La zona de Lavapiés (antiguos barrios bajos, desde época incluso anterior a la que nos hemos referido) son una obsesión para Delegación de gobierno en Madrid y la policía. Se trata, también ahora, de un ámbito donde abundan las redes contestarías y los madrileños caracterizados como portadores de la semilla del peligro: los inmigrantes.

La presencia policial en Lavapiés es considerablemente superior a la de otros barrios del distrito Centro, con operativos policiales especiales y continuas redadas contra vecinos de origen extranjero, a pesar de que, según recuerdan con frecuencia asociaciones que operan en el barrio, las tasas de criminalidad no son superiores a las del resto de barrios de la ciudad. Lavapiés fue también el laboratorio de la video vigilancia en la ciudad.

Sin embargo, el estigma de la peligrosidad y la conducta asocial abunda especialmente en el extrarradio madrileño, no en la periurbanización de los PAUs para la clase media sino, sobre todo, en la vieja periferia industrial. En el periódico en el que trabajo, centrado en el barrio de Malasaña, algunos lectores tienen auténtica obsesión con las pintadas de las paredes. Entre los comentarios que dejan son frecuentes las alusiones a la gente del extrarradio ( concretamente de Móstoles, Fuenlabrada, etc.) que “vienen por las noches al centro a ensuciar sus calles ¡Que se queden en sus barrios!”.

Fotograma de Hermano Mayor

Fotograma de Hermano Mayor

Los periodistas nunca dejaron de entrar disfrazados en los barrios bajos, y las clases populares han seguido, hasta hoy, ofreciendo una imagen construida desde arriba, a medio camino entre la recriminación moral –del nini, el cani, el bakala, la choni o el quinqui– y la fascinación exótica. Tal fue el caso de la cultura quinqui en los ochenta. Numerosos delincuentes juveniles de la época fueron tratados como auténticas celebridades por la prensa, que vendía sus intimidades a la vez que moralizaba sobre sus actitudes sin tratar de explicar los motivos de su situación.

Sin embargo, la gran pantalla para la construcción de la imagen estigmatizada del pobre es posiblemente hoy la televisión, que ha cogido el relevo de aquella primitiva fotografía como arsenal para la construcción del discurso. Programas como Hermano mayor, que muestra a jóvenes de barrios populares como si fueran bestias entrando al redil tras la oportuna dosis de civilización, ayudan a fomentarla. Algo parecido sucede con un programa, cuyo nombre no recuerdo, en el que la policía nacional se movía por calles de ladrillo rojo y desgastado, inequívocamente populares, en busca de borrachines y pequeños delincuentes. Todos pobres, muchos migrantes y jóvenes. Curiosamente, algunas de las mayores peleas entre borrachos las he presenciado a la entrada de discotecas caras, pero nunca he podido verlo reflejado en este programa, como tampoco la detención de un criminal de traje y corbata. La cuestión ha salido últimamente a relucir a raíz del Chavs, la demonización de la clase obrera, de Owen Jones, que habla en su libro acerca de esta pornografía de la pobreza. El periodista Ignacio Pato, ha tratado extensamente el tema y extiende el prejuicio construido de arriba hacia abajo, incluso, a los grupos activistas:

Convertidos en carne de cañón de un sistema que los utiliza para obtener un beneficio del que nunca serán partícipes, toda una generación de jóvenes trabajadoras y trabajadores sin contrato, con contrato por horas o en paro. es todavía asaeteada con llamadas a su “politización” forzosa. Acusados de desmovilización, desmotivación y un estilo de vida consumista tan lejos del modelo del esfuerzo capitalista como de la presunta (y oxidada) ética de la militancia izquierdista, son, en el mejor de los casos, ignorados como actores políticos. ¿Y si el 15M hubiera estado formado mayoritariamente por estas chicas y chicos?

Hoy, probablemente, los mecanismos de preeminencia social hacia las clases medias y altas en los sistemas educativos, punitivos o médicos están tan asentados que nos es complicado desgranarlos como hemos tratado de hacer con el tránsito del XIX al XX. Sin perder de vista ejemplos clásicos de reclusión como los CIEs o los centros de menores, a menudo son más sutiles y están más zurcidos a nuestros propios esquemas culturales también, mecanismos como la telerealidad, que nos sigue enseñando la idiocia de los malvivientes en versiones mejoradas de periodismo del cólera. Los grupos segregados en sus barrios segregados sirven a los efectos de servir de contrapunto a esa versión que vino a pisar a la vieja ética burguesa: la ideología de la clase media, apuntalando, como siempre, la dominación a través de la culpabilización moral de las pandillas del andén.

BIBLIOGRAFÍA

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Bernaldo de Quirós, C. (1997). La mala vida en Madrid: estudio psicosociológico con dibujos y fotografías del natural. Huesca; Zaragoza: Instituto de Estudios Altoaragoneses; Egido Editorial.

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Kung-Fu, el de La banda del Kung-Fu

La banda del Kung-Fu siempre había sido para mí un ente imaginario en una canción de Sabina. «Botas altas, cazadoras de cuero, / con chapas de Sex Pistols y los Who, / silbando salen de sus agujeros / los pavos de la banda del Kung Fu…» Hasta que un día, hace unos años, escuché hablar de ella al hermano mayor de mi pareja, “recuerdo la Canillejas de aquellos años, con la banda del Kung-Fu y todo” ¡La banda era real! Existía al menos, real no sé, porque si algo debe tener en cuenta un historiador es que la versión de la prensa escrita sobre las clases populares acostumbra a ser una imagen construida. Hecha con retazos de realidad, y esto quiere decir que existían, vaya si existían. Y las liaban pardas.

Quien daba nombre a la banda era Pedro Alcántara, un mocetón al que todos llamaban Kung-Fu porque, según alguna versión que he leído, de pequeño solía ir descalzo como Carradine en la  serie. En realidad, el mote fue relativamente común en la época por el éxito televisivo: así apodaron a un boxeador o a un etarra. Pedro, hijo de una pareja de inmigrantes jienenses con seis hijos en la Canillejas de los sesenta, apenas pasó por el colegio y se crió subido al carro de los traperos del barrio. Más tarde viviría en San Blas. Le detuvieron por primera vez con 11, años y el mismo día que cumplió 14 la policía tiroteó el coche robado que conducía, dejándole la boca desencajada y las cuerdas vocales hechas trizas, lo que le conferirá de por vida una singular estampa. Su compañero de tropelías no corrió mejor suerte: quedó ciego.

El primer rastro del Kung-Fu que he encontrado en prensa data de enero de 1979 (ABC, 10-1-79, pg.37). A propósito del secuestro de un niño y de un siniestro personaje, un tal Sargento, que explotaba menores de San Blas, poniéndoles a pedir en el metro o en las cafeterías elegantes de Madrid, aparece Pedro Alcántara Ruiz Kung-Fu, al que ya se tilda de delincuente habitual. El diario equivoca la edad de Kung-Fu, al que atribuye 17 años (no contaba ni 14), algo que posiblemente viene dado por la justificación policial de las detenciones que, según la misma noticia, ya ha experimentado. El periódico explica que Kung –Fu acostumbraba a convencer a menores de entre 11 y 13 años para que pasaran varios días “de aventuras” con él, lo que no cuadra con la aseveración de la propia noticia de que tenía “sus facultades mentales algo disminuidas”

Cuando en noviembre de 1980 (ABC, 11-12-80, pg. 49) la policía de Carabanchel detuvo a El Nini, El Quiqui, El Javi, El Julito, El Niño y El Toni, todos ellos de quince años, sus padres no quisieron saber nada de ellos. El periódico aprovecha para equiparar el caso a la figura del Kung-Fu, lo que indica que hablamos de un delincuente de cierto nombre en las redacciones de sucesos. El rotativo no desaprovecha la ocasión para citar opiniones de un Congreso sobre delincuencia juvenil que incidían en la necesidad de encerrar a estos menores en centros más seguros que los correccionales de la época.

En 1983 (15-3-83, pg. 41) ABC da cuenta de las andanzas de la Banda del Kung-Fu en la Alameda de Osuna,  barrio residencial limítrofe con sus dominios. Según el periódico, los tirones y agresiones de los muchachos del Kung Fu ocasionaron la organización de patrullas vecinales “armados de palos y objetos contundentes”.

Volvemos a toparnos con el Kung-Fu en prensa en 1985. El diario Mediterráneo (1985, Noviembre, pg. 27) informa de que una banda de jóvenes llevaba años atemorizando a los estudiantes y profesores de los colegios e institutos de San Blas. Robar el peluco y la chupa a punta de navaja, y a la salida de clase : un clásico que los que fuimos al colegio durante los ochenta recordamos bien. Pues bien, uno de los atracadores era, al parecer, el hermano pequeño del Kung-Fu, quien la nota aclara estaba en ese momento en prisión.

En mayo de 1986 (El País, 30-5-86) Kung-Fu debía haber salido de la cárcel…puesto que fue de nuevo detenido, acusado de cometer cinco atracos en los barrios de Ventas y Buenavista. Las víctimas describieron al atracador con una gran cicatriz en el rostro, lo que rápidamente hizo pensar en Kung Fu, sin embargo, fue puesto en libertad sin cargos. «Debo ser un dios, porque estoy en todos los lados al mismo tiempo, todos los comerciantes me ven a mí en los atracos», declaró al periódico. No era la primera vez que su fama y sus cicatrices le habían endosado  un crimen que no había cometido. Ya en 1984 (El País, 10-05-84) fue arrestado por el asesinato de Antonia Clavero de la Iglesia, de 74 años, que en diciembre de 1983 fue encontrada muerta en su domicilio con 64 puñaladas. Posteriormente se encontró a los verdaderos asesinos. En una entrevista, en 1980, ante la extrañeza de sus padres por no haber visto nunca un duro de los numerosos atracos que le colgaban a Kung-Fu (alguno en Barcelona o Guadalajara), éste decía  “se lo gasta la policía en cubalibres”.

La mejor semblanza sobre un Kung-Fu aún niño la deja un amplio reportaje de Ángeles García en El País (El País, 18-05-80) en el que su familia, poco después de una detención llevada a cabo tras una persecución de 20 kilómetros a más de 120 km/h por las calles de Madrid, parece reclamar ayuda a quien quiera escuchar. Kung-Fu, sentado en el sofá de casa, sin casi poder articular palabra por las heridas de la garganta, asiente ante el relato de una madre que parece sobreprotectora –aún baña al angelito de Kung-Fu- y un padre desdeñoso con su hijo “el tontito”. En el artículo se insiste en que Pedro es un “niño límite”, aunque lo que parece desprenderse del relato es que podía haber tenido dificultades de aprendizaje, así como el interés de sus padres en mostrar a Kung-Fu como un pobre demente del que los muchachos mayores abusaban para que condujera –en esto era el mejor- y se autoinculpara. El sólo quiere ser mecánico. No pueden pagar un colegio especial. Reciben 3.000 pesetas de pensión del Montepío por la deficiencia del muchacho y son más pobres que las ratas. La vida.

Nada sé del final o el posterior destino de Kung-Fu o ¿ya Pedro? Sólo he encontrado una referencia en el blog de Paco Gómez Escribano en la que, recordando su infancia en Canillejas, refiere brevemente que murió en un penal de Cádiz, punto que no tengo forma de comprobar.

Poblados de absorción, barracones de extrarradio y lodazales dejaron un Madrid áspero en el que creció la movilización vecinal junto al desarraigo quinqui. Distintas formas de solidaridad y asociacionismo, hijos de la misma atmósfera. Los tiempos de jeringuillas, robos de SEAT 127 por micos cuyas cabezas apenas asomaban por el parabrisas, y palizas inmisericordes en comisaría, han llegado transportados por cierta cultura popular –o de lo popular- en forma de cine quinqui, rumba de Caño Roto o una crónica periodística que, en el momento, trató a aquellos chiquillos como estrellas mediáticas. La revista Interviú sacó fotos “íntimas” de El Chocolate y su pareja y se hicieron fotonovelas sobre las andanzas de El Vaquilla. Estrellas de usar y tirar que no eran más que el reflejo de otros tantos chavales. Todos con mote, muchos muertos. El mito del delincuente de buen corazón, probablemente, refleja la comprensión popular ante lo que la vía quinqui tenía de ruta natural para muchos jóvenes de San Blas, Orcasitas, Villaverde, Carabanchel, Pan Bendito, Torrejón de Ardoz, Fuenlabrada, Alcorcón o Móstoles. Eran también, para muchos, uno de los nuestos. El interés morboso de cierta prensa, de otro lado, recuerda la mirada decimonónica sobre el pobre como ser promiscuo, de poca capacidad intelectual, culpable, en cierto modo, de su propia miseria. Un doblez entre el desdén moral de clase y la atracción secreta por la vida desordenada de las clases bajas que reedita las viejas contradicciones de la burguesía urbana.

El Kung-Fu, seguramente, fuera un tío demasiado feo para salir en portadas o protagonizar películas, por lo que cuentan las crónicas. Sabina hizo una canción a su banda sin mencionarle, su rastro se pierde en las hemerotecas. «Desde el suburbio, cuando el sol se va, / a lomos del hastío y la ansiedad / vendrán buscando bronca a la ciudad».