Lo que la memoria y la historia pierden cuando caen los muros de una casa

 

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Lo que me ha llevado a escribir este post es este proyecto.

Hace unos años, una chica que vino a un paseo que guiaba sobre la historia del barrio, especialmente centrado en el Tetuán de Cipriano Mera, me preguntó si tenía idea de cómo podía hacer para indagar sobre su abuelo. De él sabía que había vivido en la calle de Miosotis y que había sido anarquista (luego sabríamos que igual que su hermano, también vecino y muerto en prisión tras la guerra). Desconozco hasta dónde llegó su investigación, pero Carlos Hernández Quero, historiador que conoce bien el padrón de Tetuán de la época, y yo mismo le dimos algunos datos sobre su familia.

Hoy me he acordado de aquello pensando en la casa del número 60 de esta calle (con entrada por el 32 de Genciana), una bonita casa con patio de 1925, con el característico aparejo decorativo del neomudéjar popular del extrarradio. Actualmente, y desde hace una década, está ocupada, pero pesa sobre ella un expediente de derribo para anexionar el terreno a un solar más grande y edificar nuevas casas. Inmersa aun la finca en un proceso judicial, las semanas anteriores la promotora intentó derribarla con la ayuda de una empresa tipo Desokupa y la presencia de matones de extrema derecha. De momento, tras la petición de ayuda de sus ocupantes para resistir –con chocolate y guerra de agua–, y el concurso de la policía, se paró el derribo.

Además del valor patrimonial de la casa, que en mi opinión es notable, pensaba en ella como un ancla para entender la evolución e historia de la zona. Una isla donde alguien como aquella chica que buscaba a su abuelo puede recalar para entender mejor la historia de su propia familia. Un elemento de memoria superviviente de la destrucción sistemática del rastro de las clases populares y los barrios obreros en la historia.

Fragmento del plano de Facundo Cañada (1900) donde ya se ve la urbanización de la calle de Isaac Peral

Gracias a los datos proporcionados por Carlos podemos hacer un acercamiento socioeconómico a las calles de Miosotis y Genciana en los años treinta, que entonces pertenecían al distrito de Castillejos (Chamartín de la Rosa). A partir de estos datos y la hemeroteca voy a tratar de presentar algunos retazos biográficos de gente anónima que ayudan a reconstruir cómo vivían los vecinos de estas vías en los tiempos en los que se acababa de construir nuestra casa.

Es necesario tener en cuenta que en ese momento la calle de Miosotis se llamaba de Isaac Peral, antes de la anexión de Tetuán a Madrid en 1948. Como muchas otras vías del hasta ese momento suburbio de Chamartín de la Rosa, tenía un nombre que ya existía en Madrid, por lo que hubo de cambiarse. La de la Genciana se llamaba entonces de María Luisa, uno de los nombres de calle sin apellidos que aún abundan en Tetuán y que suelen hacer referencia a los primeros vecinos o dueños de los terrenos sobre los que se urbanizó. En este caso no sé la razón del cambio de nombre, aunque me consta que había otra con el mismo nombre en Puente de Vallecas.

Empezaremos por la foto de equipo. Si nos fijamos en los cabezas de familia de las familias de estas dos calles en 1935, encontramos que una gran mayoría declaraban ser jornaleros (95). Hallaremos también otros oficios relacionados con la construcción, la gran industria del crecimiento de la ciudad de Madrid: 15 albañiles, 3 obreros, 1 carpintero y tres peones. Había, luego, algunas otras profesiones minoritarias como la de vendedor (3), carretero (1), zapatero (2), escobero (1), vaquero (1), calefactor (1), panadero (1) y un par de pensionistas o personas que decían estar parados.

Mención especial merecen las 29 cabezas de familia que consignan “sus labores” (solo una mujer cabeza de familia afirma ser obrera). Es una buena pista para entender que, aunque prácticamente todas las mujeres dijeran no trabajar (es así con más razón en las familias donde la mujer no es la “cabeza de familia), en realidad sí que lo hacían en distintas actividades de la economía informal (acudir al campo por temporadas, recogida de basura, venta ambulante no reglada…) e incluso dentro de la economía formal (servicio doméstico, trabajo en fábricas, etc). Este complemento de rentas que quedaba fuera de las estadísticas oficiales también incumbía a sus compañeros varones.

El paro era también un mal endémico entre los trabajadores, y dependía mucho de los altibajos estacionales de la construcción. Así lo contaba José Molinero, albañil en paro que vivía en una casa baja en el número 56 de la calle de Isaac Peral, en un reportaje sobre el paro en la construcción que recogía la voz de la patronal, pero deslizaba la voz de este albañil (Mundo Gráfico 27-2-1935):

“Alguna vez me ha salido alguna chapuza. Poca cosa—dice—. Pan pa dos días, que hace más negra el hambre de cuando no se gana pa comer. Y es que ya se iba uno acostumbrando a no tomar más que agua”.

Como hemos visto, el empleo en la construcción era mayoritario (así fuera de forma esporádica), como queda reflejado también en la nómina de accidentes laborales de vecinos que salpican las páginas de la prensa local. Pongamos de ejemplo a José Rodrigo Martín, vecino del 10 de la calle María Luisa, que cayó de la azotea de un edificio en construcción en la calle Lope de Rueda (Heraldo de Madrid 16-3-1926). José era hijo del albañil Pedro Rodrigo Santos y Martina Martín Vigil, y vivía con ellos y sus hermanos Manuel (fontanero), Catalina y Agustín, que aún estaba en el colegio.

A veces es posible rescatar de entre las páginas de la prensa de le época el nombre de algunos de estos vecinos, como hemos empezado a ver. La mayoría de las veces solo encontramos menciones breves mezcladas con sucesos trágicos o violentos, casi los únicos que motivaban que la prensa fijara su mirada en estas tierras ignotas.

Rescataremos, por ejemplo, la memoria de Encarna, que sufrió junto con otras mujeres el peso de la justicia por abortar en 1929. En el piso bajo del número 72 de la calle Isaac Peral vivía Encarnación Barahona Labanda, que con 18 años abortó en avanzado estado de gestación y enterró el feto en el gallinero de su casa (El Liberal 19-09-1929,  La Libertad 20-09-1929). Según la prensa de la época, una tía de su novio la puso en contacto con una vecina, una tal Lola, que le practicó el aborto. Su madre, Bárbara Labanda, ayudó luego a Encarnación a enterrar el feto. Alguien del vecindario delató a las mujeres, enviando una carta anónima al puesto de la Guardia Civil.

Encarnación vivía junto con sus padres, Basilio Barahona Zúñiga y Bárbara Labanda Ramo, y sus dos hermanos mayores, Antolín y Julián. Posteriormente, viviría también en su casa Luis Juste Díaz, su marido. Como sucedía con cierta frecuencia, los Barahona-Labanda vivían en el mismo número que otros miembros de su familia. En otro piso bajo del mismo inmueble encontramos a Gabino Antonio Barahona Labanda y su mujer, Gabriela Iglesias Frutos, que tenían seis hijos: Margarita, Antonio, Concepción y Clara. Poco después de la detención de su prima nacerían Rosa y Gabriel.

Hablamos de una familia que había nacido en Chamartín de la Rosa (desconocemos si en Tetuán), cuyos miembros no declaraban oficio o, en todo caso, eran jornaleros, como era el caso de Gabino Antonio. Las mujeres adultas, por supuesto, consignaron en el padrón “sus labores”, y solo los niños que tenían entre 8 y 11 años iban a la escuela.

En 1929 la mayor de las niñas del matrimonio formado por los tíos de Encarnación tenía ocho años y puede darnos una idea de unas calles con casas pequeñas –bajas en su inmensa mayoría– llenas constantemente de pequeños y pequeñas jugando en ellas. Trístemente, esta imagen tiene que ver con que Bárbara Labanda, madre de Encarnación, hubiera asomado una par de años antes por las páginas de la prensa (La Nación 21-8-1927, El Heraldo de Madrid 22-8-1927).

Labanda arrojó una piedra a un grupo de niños que estaba jugando en unos desmontes cerca de su casa, con tan mala suerte que dio en el ojo al pequeño de dos años Eugenio Pereira Bosch (vecino de la cercana calle de Garibaldi), que hubo de ser atendido en la Casa de Socorro de Tetuán y acabó perdiendo el ojo. Bárbara dijo que tiró la piedra con ánimo de avisar a su propio hijo, que estaba en el grupo, de que se alejara del lugar. En realidad, sabemos que ninguno de sus hijos era en ese momento de corta edad, pero podría tratarse de alguno de sus sobrinos, como hemos visto. En esta ocasión, como también sucedería un par de años después con motivo del aborto de su hija, Bárbara Labanda acabaría en la cárcel, no sabemos por cuánto tiempo.

Precisamente, las casas de socorro eran espacios centrales en los barrios y, en el caso de los barrios bajos o periféricos, a menudo eran señalados en la prensa como un espacio redentor, casi civilizatorio. La revista Estampa publicó el 13 de marzo de 1928 un artículo titulado La noche del sábado en las casas de socorro que se fijaba en la de Chamartín de la Rosa. El reportaje narra las pintorescas aventuras de sus facultativos en territorio agraz. Esta es la descripción que hacen del entorno de nuestra calle, adonde van a atender un caso de apendicitis:

“A los pocos minutos nos encaminamos hacia la calle de Isaac Peral. Para llegar a ella debemos atravesar calles en declive, angostas, resbaladizas. Llaman a este pueblo Tetuán, y bien le cae el nombre. Más que a dos kilómetros escasos de Madrid, parece que nos hallamos en un poblado rifeño”.

Dentro del mismo artículo se narra la visita a otra mujer, paralítica. Aquí, el periodista aprovecha para llenar sus palabras de entrecomillados que subrayan el habla vulgar e incorrecta de la vecina (incluyendo llamar a la calle “Isá” Peral),  dejando caer que en esa calle por una pelota han “degollao” a no se sabe cuántos.

Es una lástima que la vida de las clases trabajadoras, vecinas del extrarradio, solo aparezcan como reflejos de actos que los sitúan como víctimas y victimarios del día a día. La imagen de los grupos de niños jugando entre los desmontes rescatables del suceso anterior asoman también en las noticias que se refieren a atropellos de niños en unas calles donde aun no se había producido una segregación de los peatones en la misma y toda la calle era un espacio indiferenciado para la vida cotidiana. Atropellos de coches, tranvías o coches de mulas que en no pocas ocasiones levantaban la ira del vecindario y ocasionaban auténticos tumultos y linchamientos. Por ejemplo, en el número 10 de la calle Isaac Peral vivía la niña Gloria Torres, que fue atropellada en la vecina calle de Pablo Iglesias por un camión, en marzo de 1928 (El Liberal, 7-3-1928).

También eran habituales las noticias sobre trifulcas tabernarias, de dónde se pueden rescatar la centralidad de la taberna como espacio de sociabilidad en el extrarradio –sobre todo masculina–, el uso del alcohol entre la clase trabajadora y la normalidad con que los habitantes de Tetuán portaban armas blancas y de fuego.

A Gregorio González Gil, vecino del número 33 de Isaac Peral, los vapores etílicos le hicieron discutir con su compañero de vinos un domingo de 1934 (La Voz 16-7-1934 Luz 16-7-1934). La cosa sucedió en una taberna de la calle del Triunfo (actual calle Orquideas). Tras discutir acerca de quién había sido mejor trabajador durante su estancia en Francia, ambos salieron a la calle. Su compañero hirió con una navaja en el pecho a Gregorio, lo que hizo a este echar mano a la pistola y matarlo. Según sabemos, Gregorio era jornalero, sabía escribir y estaba casado. Este tipo de hechos luctuosos eran muy resaltados en una prensa que incluso daba espacio a hechos tan poco relevantes como este breve de unos años antes: “En la calle de Bravo Murillo riñeron Inés Fernández Álvarez, de veinte años, que vive en la calle de María Luisa, número 23 (Tetuán) y Felisa Sanz Matos, de diecisiete años, domiciliada en la calle de los Artistas, número 6” (El Liberal 12-6-2015).

Sabemos que las difíciles condiciones de estas barriadas y el abandono total de las municipalidades empujaba a sus vecinos a tener una rica vida de puertas a fuera de sus casas, a tejer redes informales de apoyo mutuo y cometer, a veces, micro ilegalismos y restencias cotidianas para asegurar su supervivencia. Podríamos imaginar –aunque no asegurar– que cuando los bomberos recibieron un aviso en 1919 por un gran incendio que afectaba a siete casas en la calle Isaac Peral (La Mañana, 21-12-1919) y decidieron llevar allí una importante dotación con carácter de urgencia, no se trató de una equivocación. Al llegar se toparon solo con un incendio “en una modesta casa baja”. Tenemos noticias de otras ocasiones en las que los bomberos habían llegado tarde y, a veces, no habían podido apagar el fuego  por falta de agua en el vecindario.

Es difícil de creer que la presencia de la casa de ladrillo en peligro de extinción cuya imagen tenía prendida en la pantalla del ordenador mientras escribía esta breve recopilación de memorias anónimas tenga efecto alguno en su recuperación. Al fin y al cabo, los datos del padrón municipal y las noticias de las hemerotecas digitales seguirán estando ahí cuando sus muros de ladrillo formen brevemente una montonera para, luego, desaparecer para siempre. Sin embargo, podéis creerme cuando digo que sin esa casa u otros rastros que aun quedan del barrio que fue y que aun hoy es en cierta forma yo no lo habría escrito.