30 años después de que asesinaran a Lucrecia Pérez

*Mi amigo Norberto ha tenido la amabilidad de invitarme a un conversatorio sobre los treinta años del asesinato de Lucrecia Pérez en el Centro de Participación e Integración de Inmigrantes (CEPI) de Tetuán. Creo que soy el menos indicado de los panelistas para hablar sobre el tema pero querían un periodista y allí estaré, ocupando esa cuota. He escrito unas líneas que aún no sé si leeré o servirán para hacerme un esquema mental de lo que quiero contar. Me ha salido un poco personal.

Cuando asesinaron a Lucrecia Pérez yo tenía quince años. Puedo recordar más sensaciones que hechos, pero sé que fue una noticia muy presente en mí aquellos días. Poco tiempo atrás, los chavales del barrio habíamos empezado a politizarnos en una cultura militante difusa, que entraba desde la música, vivía en el parque del barrio y nos acabaría llevando a centros sociales okupados, los domingos de Tirso, manifestaciones antifascistas…

Una cultura de época que encajaba en aquel Barrio del Pilar y su calma tensa constante con otros críos del barrio que, en el lado opuesto a nosotros, habían elegido hacerse nazis. Chicos con los que habíamos compartido el patio del colegio que, de repente, pintaban esvásticas en las paredes. Aquella parte del Barrio del Pilar, la más nueva, encarnaba un escenario de clase media aspiracional perfecto para que anidaran ese tipo de exaltaciones, y el propio Barrio del Pilar había sido tomado ya en los 80 como zona azul por Bases Autónomas.

Con el asesinato de Lucrecia constatamos que unos como ellos, aquel día, habían salido de las inmediaciones de Malasaña, por donde empezábamos a salir nosotros también con un cierto aire politizado, y se habían ido de cacería; que unos chicos no muy distintos de los tipos del barrio que conocíamos (había menores entre ellos) eran capaces de disparar a gente inocente. Fuimos conscientes de hasta dónde podía llegar el efecto del odio inoculado en ambientes como el de la Plaza de los Cubos, aquel espacio mítico de los cerdos, como les llamábamos, en personas que perfectamente podríamos haber conocido.

Era 1992 y supongo que entonces no reflexionábamos mucho sobre qué estaba pasando en el país. Las olimpiadas, la Expo de Sevilla, el intento pobretón de Madrid de no quedarse atrás con la capitalidad cultural europea…y el quinto centenario del llamado “descubrimiento”, que es el que más salía en nuestras canciones punkis. Pero, de alguna manera, lo de Lucrecia también nos ponía ante un espejo que devolvía una imagen alejada del país que afirmaban los titulares asociados a 1992.

Supimos también que en España había racismo, que había pobreza, e incluso que teníamos vecinos migrantes. Porque hasta entonces en nuestro barrio no había vecinos venidos de fuera y la cuota de discriminación cotidiana y prejuicio la cargaban los niños gitanos.

El asesinato de Lucrecia me enfrentaba, en lo personal, a la dominicanidad perdida de mi familia. Mi abuelo, al que no conocí, había emigrado a Santo Domingo después de la guerra y allí había conocido a mi abuela Yolanda. Mi madre nació allí pero vino con 12 años a España y ya nunca ha vuelto. Para mí Santo Domingo era una señorona elegante de familia bien de Salcedo que había dejado todo atrás para seguir a un señor más mayor que ella a un país mísero moral y económicamente. Una mujer fuerte que decía mucho “Ay, santísimo” con inequívoco acento isleño, que de vez en cuando recordaba cosas de Santo Domingo y de cómo lloraba cuando, al llegar a un pueblo del Aragón profundo, constató que todas las mujeres vestían de negro y no podría usar más la ropa de colores que había traído en el baúl. Con los años, conocí a algún familiar lejano de allí, pero este sigue siendo un asunto pendiente.

Luego, monté un periódico de información centrada en Malasaña y me fijé en su historia, dándome de bruces de nuevo con la trayectoria de violencia asociada a la extrema derecha. en el barrio En muchos de aquellos casos seguían apareciendo miembros de los cuerpos de seguridad, como en lo de Lucrecia, y en en una segunda línea de las informaciones, a veces, figuraban apellidos de familias bien.

Hace 13 o 14 años me vine a vivir a Tetuán y hará un par de años monté otro periódico local, esta vez sobre este distrito. Desde el principio, tuve claro que tenía que huir de las informaciones contaminadas por el prejuicio y el estigma. Había vivido el estado policial sobre el barrio de Bellas Vistas cuando Ana Rosa Quintana fijó sus ojos sobre la calle Topete, “la más peligrosa de España”, decían algunos titulares. Había visto a la policía cachear debajo de mi casa a demasiados chavales, no pocos de ellos latinos, por el mero hecho de estar reunidos en la calle, o a una señora dominicana que volvía a casa cargada con las bolsas de la compra.

Por mi trabajo, sigo todo lo que se publica sobre Tetuán. A veces, una reyerta ocurrida administrativamente en los distritos vecinos de Chamberí o Moncloa-Aravaca ocasiona otra aparición en el titular de Tetuán. Elaborar un periódico es también hacer una selección de qué cosas contar y yo creo que está en la naturaleza de nuestra profesión conseguir que esa elección refleje lo más fielmente posible la comunidad sobre la que se informa. Ya aparecen por doquier los sucesos que, efectivamente, suceden en nuestras calles. Una redada, una incautación de drogas, una reyerta… Sin embargo, se publica muy poco acerca del resto de cosas que pasan en Tetuán día a día, y que son las que involucran más directamente a sus vecinos. La inauguración de unos murales que nos acercan la cultura dominicana en una plaza del barrio, la organización vecinal de las fiestas de Bellas Vistas, la falta de opciones de ocio de los chicos y chicas jóvenes, la cultura nacida del tiempo que estos pasan en las plazas…no parece interesar mucho.

Hay un hilo que une el aciago día en que mataron a Lucrecia y esto último que estoy contando. Ese nexo tiene que ver con la construcción del otro a través de subrayar unas noticias y no otras, y, por supuesto, de su tratamiento. Porque antes de que mataran a Lucrecia hubo gente señalando a los dominicanos reunidos en la plaza de Aravaca.

En la frase LA VERDAD cabe un mundo muy pequeño y, a la vez, inaprensible. En mi opinión, un periodista tiene que entender que su trabajo se mueve en las coordenadas de una realidad social concreta pero poliédrica; tiene que acercarse a ella para entenderla lo mejor posible y, al final -en permanente conflicto con la urgencia- intentar explicar el mundo. Un oficio ambicioso que requiere de modestia artesana. Para ello es indispensable no olvidar a todas las Lucrecias, ni todas las violencias cotidianas que atraviesan la sociedad aunque a veces no lleguen a explotar en un momento tan terrible como el de aquel 13 de noviembre de 1992.