Hoy han detenido al cantante Pablo Hasel acusándole de Apología del terrorismo. La policía entró en su casa registrándola y llevándose ordenadores y libros, lo que da idea de hasta que punto esta extendida la doctrina de la “contaminación” y la confusión entre pensamiento y acto (apología y pertenencia a banda armada). Suponiendo que fuera legítimo detenerle por un delito de opinión (y digo legítimo, que no legal) ¿qué pensaba encontrar la policía? ¿quizás una vinculación directa de Pablo con los GRAPO? La trasposición es fácil: si todo lo que se relaciona de alguna manera con ETA es ETA, todo lo que se relaciona con GRAPO es GRAPO.
No son pocos los juristas que tienen dudas sobre el delito de Apología del Terrorismo. El artículo 20 de la Constitución Española consagra la libertad de expresión como derecho fundamental (este además es garantía necesaria para la existencia de una opinión pública libre y por lo tanto para la existencia misma de la democracia). Tiene por supuesto límites bien claros que tienen que ver con la colisión con otros derechos de igual categoría: los delitos de calumnias o de injurias tienen que ver con la colisión entre libertad de expresión y el derecho al honor.
Es el Código Penal el que vendría entonces a limitar la libertad de expresión en los casos en los que concurrieran los delitos conocidos como “de apología”, y la naturaleza de esta limitación ha sido doctrinalmente muy discutida. Esta polémica llevó al legislador a asociar en el Código Penal de 1995 que la apología sólo será delictiva si constituye una provocación o incitación directa a cometer este tipo de delitos. A pesar de la inclusión de este “mínimo necesario” para establecer el acto como delictivo (el discurso dejaría de ser sólo opinión si objetivamente hay una relación con la preparación o causa del delito) muchos jueces utilizaron la asociación forzada con la figura de colaboración con banda armada. A partir de 2000 vuelve a modificarse el texto que queda ahora así:
«el enaltecimiento o la justificación por cualquier medio de expresión pública o difusión de los delitos comprendidos en los arts. 571 a 577 de este Código o de quienes hayan participado en su ejecución, o la realización de actos que entrañen descrédito o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares se castigará con la pena de prisión de uno a dos años”.
Tenemos pues de nuevo el delito de opinión entre nosotros.
Parece indudable que los avatares de la “Apología del terrorismo” permanecen unidos en el tiempo en España a la “lucha contra ETA” y al espíritu a la de excepcionalidad que la ha rodeado, lo que ha hecho que la justicia y la opinión pública obvien sistemáticamente la vulneración de uno de los derechos fundamentales recogidos en la constitución.
Pero bajemos al terreno de lo concreto para ver si efectivamente este concepto tan subjetivo se aplica de forma equitativa en nuestro país. Supongamos que tu compañero de trabajo dice públicamente que Franco se quedó corto fusilando a rojos y maricones (por desgracia no me cuesta demasiado). Supongamos que José Bono o Rodriguez Ibarra –ostentando aún cargo público- hagan una nada velada justificación del GAL. Supongamos simplemente que alguien dijera que comprende que Ynestrillas se liara a tiros aquel día ¿nunca lo escucharon? O que si de ellos dependiera colgarían por los cojones a esos etarras (y esto, claro, incluye a algún diputado electo o a algún cocinero vasco) hasta que se quedaran ahí pasmados. O lo que muchos le harían a Zapatero… Cualquiera de estas opiniones tampoco costará mucho encontrarlas en un medio de comunicación, opiniones execrables todas ellas (a mi me lo parecen) pero ¿opiniones que merecen la atención de la Audiencia Nacional en algún caso?
Yo no creo que todas las ideas sean respetables (yo desde luego no las respeto todas) pero sí creo que todas deben “ser legales”. Si su manifestación incurre en delitos contra el honor júzguense estos como tales. Si la idea pasa a acto, y este es ilegal, que no se permita o se castigue. Si la burrada la eructa un cargo público exíjase su cese.
Más allá del imperativo moral que me lleva a defender la libertad de opinión hasta los extremos encuentro también razones de índole práctico en ello: creo que es mejor una sociedad en la que cada uno pueda mostrarse como realmente es. Si una librería vende basura neonazi ¡allá se pudran! Sin embargo prefiero saber que esa gente piensa como Hitler y saber a que atenerme en mis relaciones con ellos (huir o defenderme, básicamente). El argumento que suele utilizarse en contra de esto es el de la propagación de ideas potencialmente peligrosas, y es ridículo en los tiempos de Internet, en los que basta teclear “mein kampff” en un buscador para acceder al pensamiento de Hitler. En realidad, ningún régimen consiguió abolir la circulación de una idea (excepto cuando se exterminó a sus portadores), pero el siglo XXI ha llevado esto al paroxismo.
Cualquier delito de apología es una presunción de imbecilidad de la ciudadanía, y las detenciones en su nombre achican una atmósfera con problemas de polución democrática de por sí preocupantes.