Kung-Fu, el de La banda del Kung-Fu

La banda del Kung-Fu siempre había sido para mí un ente imaginario en una canción de Sabina. «Botas altas, cazadoras de cuero, / con chapas de Sex Pistols y los Who, / silbando salen de sus agujeros / los pavos de la banda del Kung Fu…» Hasta que un día, hace unos años, escuché hablar de ella al hermano mayor de mi pareja, “recuerdo la Canillejas de aquellos años, con la banda del Kung-Fu y todo” ¡La banda era real! Existía al menos, real no sé, porque si algo debe tener en cuenta un historiador es que la versión de la prensa escrita sobre las clases populares acostumbra a ser una imagen construida. Hecha con retazos de realidad, y esto quiere decir que existían, vaya si existían. Y las liaban pardas.

Quien daba nombre a la banda era Pedro Alcántara, un mocetón al que todos llamaban Kung-Fu porque, según alguna versión que he leído, de pequeño solía ir descalzo como Carradine en la  serie. En realidad, el mote fue relativamente común en la época por el éxito televisivo: así apodaron a un boxeador o a un etarra. Pedro, hijo de una pareja de inmigrantes jienenses con seis hijos en la Canillejas de los sesenta, apenas pasó por el colegio y se crió subido al carro de los traperos del barrio. Más tarde viviría en San Blas. Le detuvieron por primera vez con 11, años y el mismo día que cumplió 14 la policía tiroteó el coche robado que conducía, dejándole la boca desencajada y las cuerdas vocales hechas trizas, lo que le conferirá de por vida una singular estampa. Su compañero de tropelías no corrió mejor suerte: quedó ciego.

El primer rastro del Kung-Fu que he encontrado en prensa data de enero de 1979 (ABC, 10-1-79, pg.37). A propósito del secuestro de un niño y de un siniestro personaje, un tal Sargento, que explotaba menores de San Blas, poniéndoles a pedir en el metro o en las cafeterías elegantes de Madrid, aparece Pedro Alcántara Ruiz Kung-Fu, al que ya se tilda de delincuente habitual. El diario equivoca la edad de Kung-Fu, al que atribuye 17 años (no contaba ni 14), algo que posiblemente viene dado por la justificación policial de las detenciones que, según la misma noticia, ya ha experimentado. El periódico explica que Kung –Fu acostumbraba a convencer a menores de entre 11 y 13 años para que pasaran varios días “de aventuras” con él, lo que no cuadra con la aseveración de la propia noticia de que tenía “sus facultades mentales algo disminuidas”

Cuando en noviembre de 1980 (ABC, 11-12-80, pg. 49) la policía de Carabanchel detuvo a El Nini, El Quiqui, El Javi, El Julito, El Niño y El Toni, todos ellos de quince años, sus padres no quisieron saber nada de ellos. El periódico aprovecha para equiparar el caso a la figura del Kung-Fu, lo que indica que hablamos de un delincuente de cierto nombre en las redacciones de sucesos. El rotativo no desaprovecha la ocasión para citar opiniones de un Congreso sobre delincuencia juvenil que incidían en la necesidad de encerrar a estos menores en centros más seguros que los correccionales de la época.

En 1983 (15-3-83, pg. 41) ABC da cuenta de las andanzas de la Banda del Kung-Fu en la Alameda de Osuna,  barrio residencial limítrofe con sus dominios. Según el periódico, los tirones y agresiones de los muchachos del Kung Fu ocasionaron la organización de patrullas vecinales “armados de palos y objetos contundentes”.

Volvemos a toparnos con el Kung-Fu en prensa en 1985. El diario Mediterráneo (1985, Noviembre, pg. 27) informa de que una banda de jóvenes llevaba años atemorizando a los estudiantes y profesores de los colegios e institutos de San Blas. Robar el peluco y la chupa a punta de navaja, y a la salida de clase : un clásico que los que fuimos al colegio durante los ochenta recordamos bien. Pues bien, uno de los atracadores era, al parecer, el hermano pequeño del Kung-Fu, quien la nota aclara estaba en ese momento en prisión.

En mayo de 1986 (El País, 30-5-86) Kung-Fu debía haber salido de la cárcel…puesto que fue de nuevo detenido, acusado de cometer cinco atracos en los barrios de Ventas y Buenavista. Las víctimas describieron al atracador con una gran cicatriz en el rostro, lo que rápidamente hizo pensar en Kung Fu, sin embargo, fue puesto en libertad sin cargos. «Debo ser un dios, porque estoy en todos los lados al mismo tiempo, todos los comerciantes me ven a mí en los atracos», declaró al periódico. No era la primera vez que su fama y sus cicatrices le habían endosado  un crimen que no había cometido. Ya en 1984 (El País, 10-05-84) fue arrestado por el asesinato de Antonia Clavero de la Iglesia, de 74 años, que en diciembre de 1983 fue encontrada muerta en su domicilio con 64 puñaladas. Posteriormente se encontró a los verdaderos asesinos. En una entrevista, en 1980, ante la extrañeza de sus padres por no haber visto nunca un duro de los numerosos atracos que le colgaban a Kung-Fu (alguno en Barcelona o Guadalajara), éste decía  “se lo gasta la policía en cubalibres”.

La mejor semblanza sobre un Kung-Fu aún niño la deja un amplio reportaje de Ángeles García en El País (El País, 18-05-80) en el que su familia, poco después de una detención llevada a cabo tras una persecución de 20 kilómetros a más de 120 km/h por las calles de Madrid, parece reclamar ayuda a quien quiera escuchar. Kung-Fu, sentado en el sofá de casa, sin casi poder articular palabra por las heridas de la garganta, asiente ante el relato de una madre que parece sobreprotectora –aún baña al angelito de Kung-Fu- y un padre desdeñoso con su hijo “el tontito”. En el artículo se insiste en que Pedro es un “niño límite”, aunque lo que parece desprenderse del relato es que podía haber tenido dificultades de aprendizaje, así como el interés de sus padres en mostrar a Kung-Fu como un pobre demente del que los muchachos mayores abusaban para que condujera –en esto era el mejor- y se autoinculpara. El sólo quiere ser mecánico. No pueden pagar un colegio especial. Reciben 3.000 pesetas de pensión del Montepío por la deficiencia del muchacho y son más pobres que las ratas. La vida.

Nada sé del final o el posterior destino de Kung-Fu o ¿ya Pedro? Sólo he encontrado una referencia en el blog de Paco Gómez Escribano en la que, recordando su infancia en Canillejas, refiere brevemente que murió en un penal de Cádiz, punto que no tengo forma de comprobar.

Poblados de absorción, barracones de extrarradio y lodazales dejaron un Madrid áspero en el que creció la movilización vecinal junto al desarraigo quinqui. Distintas formas de solidaridad y asociacionismo, hijos de la misma atmósfera. Los tiempos de jeringuillas, robos de SEAT 127 por micos cuyas cabezas apenas asomaban por el parabrisas, y palizas inmisericordes en comisaría, han llegado transportados por cierta cultura popular –o de lo popular- en forma de cine quinqui, rumba de Caño Roto o una crónica periodística que, en el momento, trató a aquellos chiquillos como estrellas mediáticas. La revista Interviú sacó fotos “íntimas” de El Chocolate y su pareja y se hicieron fotonovelas sobre las andanzas de El Vaquilla. Estrellas de usar y tirar que no eran más que el reflejo de otros tantos chavales. Todos con mote, muchos muertos. El mito del delincuente de buen corazón, probablemente, refleja la comprensión popular ante lo que la vía quinqui tenía de ruta natural para muchos jóvenes de San Blas, Orcasitas, Villaverde, Carabanchel, Pan Bendito, Torrejón de Ardoz, Fuenlabrada, Alcorcón o Móstoles. Eran también, para muchos, uno de los nuestos. El interés morboso de cierta prensa, de otro lado, recuerda la mirada decimonónica sobre el pobre como ser promiscuo, de poca capacidad intelectual, culpable, en cierto modo, de su propia miseria. Un doblez entre el desdén moral de clase y la atracción secreta por la vida desordenada de las clases bajas que reedita las viejas contradicciones de la burguesía urbana.

El Kung-Fu, seguramente, fuera un tío demasiado feo para salir en portadas o protagonizar películas, por lo que cuentan las crónicas. Sabina hizo una canción a su banda sin mencionarle, su rastro se pierde en las hemerotecas. «Desde el suburbio, cuando el sol se va, / a lomos del hastío y la ansiedad / vendrán buscando bronca a la ciudad».