Gracias, Carmen

2025-1977=48. Desde hace un tiempo, tengo que hacer un cálculo rápido para acordarme de cuántos años tengo. 15-3=12 y 2025-12=2013. También me sucede con otras magnitudes vitales y, desde luego, con los años de los eventos. En 2013, cuando la pequeña J. tenía tres añitos, entró en el Sankris. Cuatro años después llegó al cole D., que el año que viene irá ya al instituto. Yo tengo mucho menos pelo y bastantes más kilos.

Unos meses antes del primer día de clase de J. estábamos visitando los coles públicos de nuestro entorno para intentar encontrar su particular lugar en el mundo. A las jornadas de puertas abiertas del centro más afamado de la zona fue S., mi pareja. Por la noche, me contó con espanto que la directora, muy seria ella, había dicho que los niños debían tener “control total de esfínteres”. Si se le escapaba el pis durante las horas de clase, llamarían a las familias para que acudieran a por ellos. Nos miramos con horror.

Acabamos en el Sankris, el hermano pobre de los coles públicos del barrio, porque nos pareció una cosa muy familiar y porque supimos que el AMPA contrataba a Carmen, una mujer de confianza que vivía cerca y se hacía cargo de las mudas de los pequeños que aún no habían conseguido controlar del todo sus esfínteres.

Ahora, que Carmen está a las puertas de la jubilación, pienso en los últimos doce años de colegio y la veo chupando plano en muchos de los fotogramas de la peli. Ella también trabaja en los servicios de Ludoteca y Desayuno, que tanto J. como D. tuvieron que usar en no pocas ocasiones. Y se ocupaba de los más pequeños en el comedor con paciencia infinita.

J. y D. han sido muy malos comedores –algo de culpa tendremos nosotros– de manera que a Carmen le tocaba hablarnos muy a menudo y siempre lo hacía con cariño y preocupación real por nuestros hijos. Recuerdo que en una época algunas familias protestaron contra la mermelada en las tostadas que Carmen preparaba para desayunar. Nosotros le dijimos bajito, sin que nos oyeran nuestros compañeros, que a J. se las siguiera preparando, por favor. Desgastaba mucho y lo primero era que metiera algo al cuerpo. J. y D., que nunca se quejaron de su empeño porque comieran, entonces eran muy pequeños para decirlo de forma ordenada, pero hoy en día expresan un sentimiento de agradecimiento vehemente hacia ella.

Carmen ha significado lo que un colegio puede llegar a tener de familia extensa luchando contra la naturaleza coercitiva y administrativa de la institución. Cuando J. era pequeña y dormía la siesta, las niñas mayores –eran las niñas, es así– la cuidaban y era Carmen quien las llevaba allí al mediodía. Cuando J. fue mayor se convirtió en una de las chicas de Carmen cuidando a los más pequeños en sus hamaquitas.

En una de las primeras fiestas del AMPA a las que asistí –luego pasaríamos un montón de años echando una mano en la asociación– se sorteaba una cesta para recaudar fondos. Estaba coronada, si no me falla la memoria, por una gran muñeca manufacturada por Carmen. En la vitrina de la sala de profesores hay una parecida, también hecha por ella con las mismas tijeras con las hace manualidades con los niños a primera hora de la mañana.

Hubo una época en que las familias del colegio manteníamos una enconada pelea con los vecinos que aparcaban el coche a las puertas del cole, ¡a veces a la misma hora en que los pequeños entraban a clase! El AMPA llegó a un acuerdo con la directiva de la colonia de vecinos donde está emplazado el Sankris para evitarlo. Eran los mayores del servicio de Desayuno quienes, cada día a primera hora de la mañana y comandados, sí, por Carmen, colocaban unos conos fosforitos para impedir el movimiento de vehículos.

Los recuerdos cotidianos son los que construyeron esa sensación de comunidad que creímos ver hace más de una década, cuando elegimos un poco a ciegas (y siempre es un poco a ciegas) colegio para J. También hubo sinsabores y desacuerdos con la marcha del colegio que aquí no vienen a cuento.

Los equipos directivos y muchos de los profesores, como las familias, vienen y van, y el resto de las personas (de conserjería, de limpieza o quienes imparten clases extraescolares) contribuyen tanto como ellos a construir la identidad de un colegio. Haber conocido a Carmen me ha permitido entenderlo viendo como bajo su magisterio vital se ha transmitido a otras trabajadoras un estilo de cercanía, cariño y preocupación sincera por los pequeños. En su estela estuvo Almudena en tiempos y luego llegó Marta, otra mujer de enorme corazón imprescindible para nosotros.

Carmen puede, a veces, ser un poco brutota, pulsión guiada por la pasión de la que nacen también sus mejores virtudes. Imagino que en tres décadas largas en el colegio pudo equivocarse como nos equivocamos todos en tres décadas largas, pero, incluso si así fue, estoy seguro de que lo hizo con un ojo puesto en lo que creía mejor para los pequeños que en ese momento estaban a su cargo. Esos que, hoy ya más altos que ella, orbitaron alrededor de su cuerpo en el patio de infantil.

En unas semanas Carmen se habrá jubilado y estas líneas, que resumen nuestra relación con ella durante estos años, pretenden explicar a través de su figura que la impronta de los lugares no es otra que lo que sucede entre las personas que los habitan, así sea de nueve a cinco y media. Y que hay gente que es capaz de transmitir, además de contener, ese espíritu de los espacios.

Muchas gracias, Carmen, por enseñármelo. Nos vemos por la plaza.

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