Estoy con mi buen amigo Edu inmerso en un proyecto de documentación en red sobre la Segunda República. Pronto -espero- tendréis noticias nuestras. Mientras y como adelanto os dejo un magnífico artículo de Josep Fontana, historiador al que tengo en alta estima. Se trata de una muy buena aproximación al régimen centrándose en su gran obra reformista en el campo de la educación. Lo reproduzco además de enlazarlo porque en el original tiene un formato realmente incómodo para leer. A disfrutarlo.
La experiencia de la Segunda República (1931-1939) ha quedado oscurecida por sus convulsiones políticas. Estas desdibujaron lo que fue un ambicioso proyecto de formación de amplias capas sociales que la sublevación militar frustró.
Josep Fontana, Catedrático emérito de Historia de la Universidad Pompeu Fabra
Si algo sorprende en la historia de la Segunda República española es lo mucho que intentó hacer en el poco tiempo que tuvo para ello, puesto que su etapa reformista se limita a dos años y medio (de 1931 a 1933). El nuevo régimen se estableció «sin causar víctimas ni daños», en medio de una alegría que no permitía prever cuán grandes iban a ser las dificultades que le crearía la hostilidad de un amplio espectro de fuerzas sociales que se propusieron, desde el primer momento, derribarlo por la fuerza.
Un texto publicado por un combatiente franquista en 1937 refleja esta actitud inicial: «En 1931 hubo cambio político en España, y de entonces acá fue creándose, y adquiriendo luego de día en día mayor ímpetu, la lucha de clases; en esta lucha llevábamos la peor parte las clases burguesas […]. Era constante el comentario «esto no puede seguir así», y yo he de decir que desde el año 1931 estaba esperando que llegase el momento en que hubiéramos de jugárnoslo todo, absolutamente todo».
Unos comienzos difíciles
La república nació en plena crisis internacional, y consiguió dejar a España al margen del desastroso hundimiento de la economía mundial. En comparación con los desplomes de la producción y del empleo que se dieron en otros países, los índices españoles muestran una relativa estabilidad e incluso cierto crecimiento en algunos sectores, como consecuencia de que la mejora de la situación de los asalariados hizo posible un aumento de su capacidad de consumo.
Aunque, como escribió Manuel Azaña, «la obra legislativa y de gobierno de la República arrancó de los principios clásicos de la democracia liberal», se apartó inicialmente de ellos por la conciencia de que era necesario intervenir para hacer frente a las consecuencias de la crisis. Había que hacerlo, sobre todo, en lo referente a las condiciones de vida de la población trabajadora, en momentos de paro y de conflicto. «Con socialistas o sin socialistas -añade Azaña-, ningún régimen que atienda al deber de procurar a sus súbditos unas condiciones de vida medianamente humanas podía dejar las cosas en la situación en que las halló la República».
Falló, posiblemente, en otros aspectos, como en la política agraria, con una reforma de la propiedad que hasta 1936 apenas había realizado nada, ya que, como dijo el anarquista italiano Camilo Berneri, «fue aplicada en dosis homeopáticas», y con el error de no haber entendido que no solo existía la España del latifundio, sino también la de los pequeños y medianos productores de trigo, cuyos problemas no supo atender, lo que los puso del lado de sus enemigos.
La educación, un factor transformador
Se suele olvidar, sin embargo, que la parte esencial de su programa residía en su proyecto de transformar la sociedad a través de la educación, por lo que deberíamos valorar lo que hizo esencialmente en estos términos. La república se encontró con un gran déficit de escuelas y de maestros, al que se enfrentó formando millares de nuevos maestros y construyendo numerosas escuelas. No bastaba con esto, pero si hubiera seguido por ese camino unos años más, habría cambiado el panorama educativo del país.
Este interés por elevar la instrucción iba más allá de la escuela y se manifestó también en sus esfuerzos por difundir la cultura entre los adultos, con las misiones pedagógicas, con la creación de bibliotecas públicas o con campañas de teatro popular inspiradas por Alejandro Casona y por Federico García Lorca. Estos reformistas ingenuos no habían entendido, sin embargo, la primera regla que todo revolucionario, de derechas o de izquierdas, debe saber: que lo esencial es asegurarse el poder, y que la transformación de la sociedad vendrá, si ha de venir, más tarde.
Una población ampliamente escolarizada, con una educación razonadora y laica, y unos sindicatos que garantizasen a los trabajadores la libertad para negociar sus condiciones de trabajo y sus salarios eran algo que no podían aceptar las derechas que, al ver fracasado en febrero de 1936 su intento de conservar el poder dentro de las reglas de la democracia parlamentaria, renovaron sus viejos proyectos de 1931 y decidieron evitar por la fuerza que hubiese otros dos o tres años como los de la primera etapa de la república de izquierdas.
1936: contra la reforma, no contra la revolución
Era la reforma lo que temían y no una revolución que no figuraba en los propósitos de un Frente popular tan moderado que no aceptaba ni siquiera el subsidio de paro. Lo que reivindicaba Azaña era completar «la revolución liberal» que «la clase media no había realizado a fondo, durante el siglo XIX». Y su preocupación por la instrucción se basaba en que el atraso de esta privaba de base al régimen parlamentario, que había sido en este país «poco más que una ficción».
Julio Escribano, en su estudio sobre el significado político monárquico Pedro Sainz Rodríguez, publicado en 1998, enumera así los desmanes revolucionarios de la política republicana que movieron a aquel a sumarse a la sublevación militar: «Se obligaba a los terratenientes a roturar y cultivar sus tierras baldías, se protegía al trabajador de la agricultura tanto como al de la industria, se creaban escuelas laicas, se introducía el divorcio, se secularizaban los cementerios, pasaban los hospitales a depender directamente del estado…» Este es el bolchevismo que se propuso combatir la insurrección militar de julio de 1936.
Una insurrección que emprendió desde su inicio -mucho antes de ocuparse de los partidos y de los sindicatos, o de cuestiones como la reforma agraria- la destrucción del aparato educativo creado por la república, hasta el punto de que la Junta de Defensa de Burgos comenzó a tomar decisiones en esta materia desde los primeros momentos. El 19 de agosto de 1936, al cabo de un mes del comienzo del levantamiento militar, se ordenaba a los alcaldes que vigilasen que la enseñanza «responda a las conveniencias nacionales», que «los juegos infantiles, obligatorios, tiendan a la exaltación del patriotismo sano y entusiasta de la España nueva» y que denunciasen «toda manifestación de debilidad u orientación opuesta a la sana y patriótica virtud del ejército y pueblo español».
Que consideraban el esfuerzo educativo de la república como una amenaza lo demuestran las palabras de José Pemartín, jefe del Servicio de educación superior y media, que afirmó en 1937 que «tal vez un 75 por ciento del personal oficial enseñante ha traicionado -unos abiertamente, otros solapadamente, que son los más peligrosos- a la causa nacional. Una depuración inevitable va a disminuir considerablemente, sin duda, la cantidad de personas de la enseñanza oficial».
A la fase inicial de persecución y fusilamiento de maestros la siguió una tarea sistemática de depuración, llevada a cabo a largo plazo y metódicamente, a la vez que se cerraban muchos de los institutos de segunda enseñanza creados en esos años, alegando que eran demasiados para las necesidades del país, y que se expulsaba de la universidad a los mejores docentes.
Una República de maestros
Se acostumbra a decir, basándose en la considerable presencia de escritores y académicos en las filas del republicanismo, que aquella fue una República de intelectuales. Atendiendo a su proyecto social y a sus realizaciones, me parece que es más apropiado calificarla como una República de maestros.
Cuando se cumplen 75 años del 14 de abril de 1931, conviene que recuperemos la memoria de un régimen que, con todas sus carencias, pretendió construir una sociedad donde las graves cuestiones que la dividían pudieran debatirse en un clima de libertad y convivencia. Es evidente que los problemas han cambiado y que las soluciones de ayer no nos sirven hoy. Pero el espíritu de democracia que las inspiró sigue siendo plenamente válido, y la clarificación de las causas que hicieron fracasar aquel proyecto debe ayudarnos a evitar repetir viejos errores, a fundamentar una conciencia colectiva que nos permita vivir en paz y avanzar conjuntamente, con la tolerancia que a ellos se les negó, y que no parece abundar tampoco hoy en la escena política española.