Cuando el hielo traspasa la rutina

Desde hace ya unos cuantos años mi pléyade de rutinas mañaneras incluía la visita a la página de Javier Ortiz. Aunque él llevaba la tira de años ejerciendo de escribidor en distintos medios yo le descubrí tarde, ya en la red, cuando fue un “resentido social”, antes de esculpirme cada día al menos un “apunte del natural” y de ya al final meterme para mi solaz “el dedo en la llaga”. Con él me tomé una par de copas e intercambié algún mail nada más, pero a su al rededor he hecho buenos amigos y con todos ellos he crecido un poco más como persona, desde la red, la voz y el espíritu crítico.

No querría hacer uno de esos obiutiarios lloreones y autorreferentes de los que tanto se rió en vida el bueno de JOR. Por eso ha dejado su propia despedida.

Tantos recuerdos

Yo confieso que no había pensado en Mari Trini en muchos años. Yo confieso sin embargo que ver su foto la otra mañana en un obituario del periódico de la mañana en el metro me ha sumido en una sensación de tristeza profundamente melancólica. Recuerdo de pequeño a mi madre cantando canciones de Mari Trini, a ella le gustaba mucho y no paraba de repetir lo injustamente olvidada que había sido esa mujer (aunque en aquellos ochenta aún tenía cierta presencia mediática su figura parecía más un producto de gala de fiesta que de gran dama de la música pop de inspiración francesa que era). A mi de pequeño había dos mujeres entonces poco valoradas que me gustaban especialmente del panteón de los gustos de mi madre: Cecilia y Mari Trini. Me parecían diferentes, únicas, y a pesar de ser un niño sus composiciones me parecían tremendamente emocionantes y literariamente bellas. Hoy, escuchando en internet las viejas canciones de Mari Trini vuelvo a regodearme en las sensaciones morriñosas de la infancia. Me gusta recordar a mi madre cantando, ahora lo hace poco.

Su voz ruje, sus textos rascan su garganta y se estampan en tus entrañas. Una gran señora.