No sé cuándo sucedió ni si es definitivo, pero a unos meses de celebrar diez años del 15M me he dado cuenta de que no lo escucho hace tiempo. Tampoco yo soy el de hace una década –entonces no era ya un niño y hasta había tenido una hija–, y, aunque sigo siendo el mismo perro callejero de siempre, no estoy ya en tantos fregaos de los de gritar lemas. Y bien que lo echo de menos, por cierto.
El domingo pasado tuvimos mani junto al cole de mis niños. El Ayuntamiento de Madrid, cómplice sempiterno de la fealdad, no ha renovado la concesión a la Casa de la Cultura, un Centro Social gestionado por una veintena de colectivos del distrito de Chamberí. Entre otras, nuestra AMPA; entre otras, manda narices, la Despensa Solidaria del barrio.
Tengo fotos de J. en la Puerta del Sol siendo un bebé, fotos que suenan a ¡SÍ-SE-PUEDE! y tengo fotos de J. el domingo, sujetando una pancarta hecha por ella y sus amigas. Se gritó mucho, pero nadie inició un ¡Sí, se pude! y ninguna multitud entusiasta sostuvo, junta, las sílabas martilleantes de la frase este domingo.
Puede que la frase se haya sobeteado mucho y hayan tirado de ella demasiado algunos partidos políticos, pero, durante mucho tiempo, hubo en las concentraciones una cierta reivindicación orgullosa de su pureza que impelía a seguir gritándola. ¿Ya no?
Son diez años ya de aquella primavera, toda una década en la que no ha habido apenas análisis sociales que, de una u otra forma, hayan encajado el 15M. Y está claro que aquello de las plazas, en lo que tenía de impugnación de la política institucional, ha fracasado porque, también en su nombre, vivimos un tiempo absolutamente dependiente del prime time constante de las portavocías.
Pero, en otros sentidos, como reproductor del viejo topo de la metáfora izquierdista, ese que cava obstinadamente el oscuro subsuelo histórico para, de vez en cuando, emerger a la luz, el 15M nos vale. Como fogonazo en que muchos topos, algunos de los cuales ni siquiera sabían que estaban a oscuras, estiraron el cuello, escupieron un poco de tierra y se miraron los unos a los otros. Y, claro, como casi siempre, fue en primavera.
Aquel encontronazo de miradas sonó a ¡Sí, se puede! y, desde entonces, todo el tiempo que duró la escapada a la superficie (y aun agazapados en las madrigueras de la realidad) ese grito fue un mantra para caminar juntos.
Si se confirma que el presente ya no suena a ¡Sí, se puede! podríamos estar, quién sabe, cerca de la embocadura de otra salida a una primavera arrebatada, como las de La Comuna, como la del 68 o como los buenos Primeros de Mayo. Lo importante es que, solo a base de salir juntos saldremos de dudas y sabremos cómo nos suena la piel esta temporada.