Es más fácil cortar el pelo de los esclavos

Dejo aquí unas palabras de Chesterton para tenerlas grabadas en algún sitio. Pertenecen al libro Lo que está mal en el mundo y , al parecer, es muy conocido, pero yo lo acabo de escuchar por primera vez por boca de Carolina del Olmo en el podcast de la presentación de ¿Dónde está mi tribu? (un libro suyo, muy recomendable). Lo he sacado de aquí

…Hace tiempo algunos médicos y otras personas a las que la ley moderna autorizó a dictar normas a sus conciudadanos menos elegantes emitieron una orden que decía que había que cortar el pelo muy corto a las niñas pequeñas. Me refiero, naturalmente, a aquellas niñas pequeñas cuyos padres fueran pobres.

…los pobres se encuentran tan presionados desde arriba, en submundos de miseria tan apestosos y sofocantes, que no se les debe permitir tener pelo, pues en su caso eso significa tener piojos. En consecuencia, los médicos sugieren suprimir el pelo. No parece habérseles ocurrido suprimir los piojos.

… el obrero tiene que dejar que el pelo de su hijita, primero, sea descuidado por culpa de la pobreza y, segundo, sea abolido en nombre de la higiene. Es posible que él estuviera orgulloso del pelo de su niña. Pero él no cuenta.

Sería largo y laborioso cortar la cabeza de los tiranos; es más fácil cortar el pelo de los esclavos…

… la parábola y el propósito de estas últimas páginas, y sin duda de todas ellas, es esta: afirmar que debemos empezar todo de nuevo y enseguida, y empezar por el otro extremo. Yo empiezo por el pelo de una niña. Sé que es una buena cosa en cualquier caso. Cualquier otra cosa es mala, pero el orgullo que siente una buena madre por la belleza de su hija es bueno. Es una de esas ternuras inexorables que son las piedras de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en su contra, hay que acabar con esas otras cosas. Si los terratenientes, las leyes, y las ciencias están en contra, habrá que acabar con los terratenientes, las leyes y las ciencias. Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio; porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una redistribución de la propiedad, debe haber una revolución.

La pequeña golfilla de pelo rojo dorado, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser destrozados y mutilados para servirla a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor, la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos se desplomarán, pero no habrá de dañarse ni un pelo de su cabeza.

El extrañamiento como medida de la gentrificación

En inglés home puede significar además de hogar algo así como patria (así el right to a home de la Declaración Universal de los Derecho Humanos cobra matices de los que carece en castellano). Las implicaciones del concepto incluyen que el derecho a la vivienda no es simplemente derecho a tener un agujero dónde caerse muerto, incluye también condiciones dignas de vida, acceso a infraestructuras, comunicaciones…y también la adecuación de ese hogar a la diversidad cultural que portamos y que define nuestra vida cotidiana.

En El Derecho a una vivienda John Gledhill explica el extrañamiento social producido en personas obligadas a vivir súbitamente en casas y barrios muy diferentes a aquellos en los que se ha desarrollado su vida: migrantes, afectados por catástrofes naturales, habitantes de barrios chabolistas realojados en lugares que no se adaptan a su forma de vida…

Gente que ve su silueta recortada en un mundo que a menudo es objetivamente hostil, pero que también les es agresivo por el mero hecho de no casar con su persona. Una disonancia cognitiva.

Ésta es la razón por la que los migrantes del campo construyeron en la ciudad barrios que recordaban a pueblos. Tetuán, por ejemplo, con sus casas bajas y sus corrales. Unas condiciones materiales que, además, llevan acarreadas también una forma de vida: de sociabilidad, de familia más o menos extensa…

A la inversa, es típico de migrantes que quieren vivir la ilusión – real o imaginada – de haber prosperado, construir en sus lugares de origen casas que se diferencian radicalmente de las típicas del lugar. También sentir vergüenza frente a las amistades de sus nuevos lugares de residencia de sus casas o sus formas de vida natales. Es otro tipo de extrañamiento. De vuelta.

Recientemente pasé de noche por la calle Conde Duque y sentí – sin ánimo de compararme con un migrante o un desplazado – un principio de extrañamiento. Tengo que contar que de pequeño viví en esta calle y que durante muchos más años era extraño el domingo que faltábamos al ritual de la comida en casa de mi abuela, en la casa familiar, donde- literalmente, en la cama – nació mi padre. Bajábamos al parque del cuartel, pasando por delante de los guardias civiles que aún guardaban una parte del descascarillado cuartel. Comprábamos golosinas en la tienda de Claudia “la lechera”.

Guardo con esa calle, pues, lazos sentimentales y de vecindad que he ido renovando con los años, volviendo siempre de una u otra forma: tengo amigos que viven allí y trabajo en un periódico local de la zona.

A partir de finales de los ochenta el barrio mejoró mucho: el ayuntamiento pavimentó las calles, arregló la mayor parte del cuartel y subvencionó las rehabilitaciones de muchas fincas. Quería dejar constancia de que mi nostalgia no es inmovilista: no hecho de menos los tiempos en los que jugaba, de niño, entre jeringuillas que tapizaban el parque infantil del Conde Duque.

Poco a poco, parte del vecindario fue renovándose y algunos comercios también fueron cambiando (Claudia se jubiló), pero mi percepción no ha sido hasta la fecha de ruptura. De sentirme extraño.

Sin embargo, el otro día me sentí, de repente, como se debe sentir la pobre portada de Pedro de Ribera en el Conde Duque (tras la última reforma, en la que se gastaron 70 millones de euros en convertir el edificio barroco en una suerte de edificio industrial).

Al bar que tiene – o tenía, no sé ya – el chaval que mi padre me cuenta trabajaba en tiempos en “el bar de Isma”, le han permitido poner un enorme cenador que ocupa buena parte de la Plaza de Cristino Martos, se escucha música en la calle, los comercios – muchos nuevos, muy modernos- cierran tarde, la gente puebla la calle a horas que antes no lo hacía…De repente Malasaña.

Me dicen que pronto la calle será peatonal los domingos, a la espera de que se peatonalice definitivamente, y que se está orquestando el desembarco de un nuevo barrio marca: lo que conocíamos como Noviciado-Conde Duque quieren que sea El barrio de la música. Una marca amable, mucho menos arisca que la vecina Triball, y que obedece a la presencia de diversas instituciones (el conservatorio de Amaniel, la Escuela Superior de Canto y el propio auditorio del Conde Duque). Pero una etiqueta artificial, de todas formas.

Llamamos gentrificación a una serie de procesos a veces difícilmente delimitables. No siempre somos capaces de separar extrictamente los cambios lógicos de un lugar– sanos e inevitables- de las rupturas violentas y que expulsan al vecindario. La evolución de la colonización cultural. El otro día, paseando por Conde Duque, sentí ese extrañamiento del que os hablaba al principio del artículo, me sentí como un inmigrante en el que considero mi barrio.