Por manifestarse que no quede

En defensa de los derechos fundamentales en Internet
Ante la inclusión en el Anteproyecto de Ley de Economía sostenible de modificaciones legislativas que afectan al libre ejercicio de las libertades de expresión, información y el derecho de acceso a la cultura a través de Internet, los periodistas, bloggers, usuarios, profesionales y creadores de internet manifestamos nuestra firme oposición al proyecto, y declaramos que…

1.- Los derechos de autor no pueden situarse por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la privacidad, a la seguridad, a la presunción de inocencia, a la tutela judicial efectiva y a la libertad de expresión.

2.- La suspensión de derechos fundamentales es y debe seguir siendo competencia exclusiva del poder judicial. Ni un cierre sin sentencia. Este anteproyecto, en contra de lo establecido en el artículo 20.5 de la Constitución, pone en manos de un órgano no judicial -un organismo dependiente del ministerio de Cultura-, la potestad de impedir a los ciudadanos españoles el acceso a cualquier página web.

3.- La nueva legislación creará inseguridad jurídica en todo el sector tecnológico español, perjudicando uno de los pocos campos de desarrollo y futuro de nuestra economía, entorpeciendo la creación de empresas, introduciendo trabas a la libre competencia y ralentizando su proyección internacional.

4.- La nueva legislación propuesta amenaza a los nuevos creadores y entorpece la creación cultural. Con Internet y los sucesivos avances tecnológicos se ha democratizado extraordinariamente la creación y emisión de contenidos de todo tipo, que ya no provienen prevalentemente de las industrias culturales tradicionales, sino de multitud de fuentes diferentes.

5.- Los autores, como todos los trabajadores, tienen derecho a vivir de su trabajo con nuevas ideas creativas, modelos de negocio y actividades asociadas a sus creaciones. Intentar sostener con cambios legislativos a una industria obsoleta que no sabe adaptarse a este nuevo entorno no es ni justo ni realista. Si su modelo de negocio se basaba en el control de las copias de las obras y en Internet no es posible sin vulnerar derechos fundamentales, deberían buscar otro modelo.

6.- Consideramos que las industrias culturales necesitan para sobrevivir alternativas modernas, eficaces, creíbles y asequibles y que se adecuen a los nuevos usos sociales, en lugar de limitaciones tan desproporcionadas como ineficaces para el fin que dicen perseguir.

7.- Internet debe funcionar de forma libre y sin interferencias políticas auspiciadas por sectores que pretenden perpetuar obsoletos modelos de negocio e imposibilitar que el saber humano siga siendo libre.

8.- Exigimos que el Gobierno garantice por ley la neutralidad de la Red en España, ante cualquier presión que pueda producirse, como marco para el desarrollo de una economía sostenible y realista de cara al futuro.

9.- Proponemos una verdadera reforma del derecho de propiedad intelectual orientada a su fin: devolver a la sociedad el conocimiento, promover el dominio público y limitar los abusos de las entidades gestoras.

10.- En democracia las leyes y sus modificaciones deben aprobarse tras el oportuno debate público y habiendo consultado previamente a todas las partes implicadas. No es de recibo que se realicen cambios legislativos que afectan a derechos fundamentales en una ley no orgánica y que versa sobre otra materia.

Este manifiesto, elaborado de forma conjunta por varios autores, es de todos y de ninguno. Si quieres sumarte a él, difúndelo por Internet.

Santiago Alba Rico, motor de pensamiento

Aplaudo con las manos, aplaudo con las orejas, y hasta aleteo con las fosas nasales; bizqueo compulsivamente y hago el pino para aplaudir con los pies ante este artículo de Santiago Alba Rico.

Que haya ricos, ¿no es un derecho de los pobres?
En alguna ocasión he escrito que en el mundo sólo existen tres clases de bienes: universales, generales y colectivos.
Los bienes universales son aquellos de los que nos basta que haya un ejemplar o un ejemplo para que nos sintamos universalmente tranquilos. Son las cosas que están ahí, y que no hace falta coger con la mano o poseer de manera individual: hay sol y hay luna, hay estrellas, hay mar, hay un Machupichu y un Everest, hay un Taj Mahal y una Capilla Sixtina, un Che Guevara y un San Francisco, hay García Lorca y José Martí y García Márquez y Silvio Rodríguez y Cintio Vitier.

Los bienes generales son aquéllos, en cambio, que es necesario generalizar para que la humanidad esté completa. No basta con que haya pan en el palacio del príncipe o que haya una casa en el jardín del conde; esas son las cosas que deben estar aquí, que todos debemos coger con la mano o disfrutar personalmente: tenemos comida, vivienda, agua, medicinas y si no las tenemos es porque algo no marcha bien en este mundo. No es una injusticia que haya un único sol en el cielo o un único Guernica de Picasso, pero sí que no haya suficiente pan para todos.

Por fin, los bienes colectivos son aquéllos de cuyas ventajas debemos disfrutar todos por igual, pero que no se pueden generalizar sin poner en peligro la existencia de los bienes generales y de los bienes universales. Son aquellos bienes, en definitiva, que es necesario compartir. Están, por ejemplo, los medios de producción, que no se pueden privatizar sin que ello deje sin bienes generales (pan, vivienda, salud) a millones de seres humanos. Y están también algunos objetos de consumo, cuya generalización pondría en peligro el bien universal por excelencia, fuente y garantía de todos los otros bienes: la Tierra misma. Todos debemos tener pan y vivienda, pero si todos tuviéramos -por ejemplo- coche, la supervivencia de la especie sería imposible. El motor de explosión, por tanto, no es un bien general, del que cada uno de nosotros pueda tener un ejemplar, sino un bien colectivo cuyo uso habrá que compartir y racionalizar.

A lo largo de la historia, distintas clases sociales se han apropiado los bienes generales y los bienes colectivos, y en esto el capitalismo no se distingue de sociedades anteriores. Más inquietante es lo que el capitalismo ha hecho, o está en proceso de hacer, con los bienes universales. No me refiero sólo a la colonización del espacio, la privatización de las ondas, las semillas y los colores o la desaparición de especies, montañas y selvas. Me refiero, sobre todo, a la desvalorización mental que han sufrido los “universales” bajo la corrosión antropológica del mercado. Lo normal es complacerse en la visión de las estrellas; lo normal es complacerse contemplando el suave balanceo de la nieve; lo normal es complacerse con la lectura del Canto General de Neruda. ¿O no? En 1895, Cecil Rhodes, imperialista inglés, empresario y fundador de la compañía De Beers (dueña del 60% de los diamantes del mundo), contemplaba enrabietado los astros desde su ventana, “tan claros y tan distantes”, tan lejos de ese apetito imperial que “quería y no podía anexionárselos”. A más pequeña escala, un presentador de la televisión española lamentaba en 2005 que no hubiese que pagar por contemplar la nieve que cubría los campos y ciudades de España, tan blanca y tan hermosa, degradada en su prestigio por el hecho de ofrecerse indiscriminadamente a la mirada de todos por igual. Y a más pequeña escala aún, conocí un poeta que no podía leer los versos de Neruda sin enfurecerse: “¡Tendría que haberlos escrito yo!”. Es cosa de niños querer la Luna y de madres corruptoras prometérsela. El capitalismo es un destructivo infantilismo. Aisla el rasgo pueril de un niño maleducado y lo generaliza, lo normaliza, lo recompensa socialmente. Lo que está ahí, lo que no podemos coger con las manos, lo que es por eso mismo de todos, nos empobrece, nos entristece y no vale nada.

¿Qué queda de los bienes universales? Quedan los ricos. Los ricos son de todos. Lo que más nos gusta del capitalismo no es que produzca coches y aviones y hoteles y máquinas: es que produce ricos. Las orgías babilónicas de Berlusconi, las pensiones millonarias de los banqueros españoles en medio de la crisis, el lujo hortera de los políticos corruptos de Valencia y de Madrid, no son manchas o pecados del capitalismo: son pura publicidad. La lista de los hombres más ricos del mundo elaborada por la revista Forbes no es más que bárbara ostentación propagandística que genera mucha más adhesión al sistema que el desigual acceso a mercancías baratas y banales. ¿Tiene algo de extraño que las mujeres latinoamericanas, preguntadas por su “marido ideal”, se lo imaginen estadounidense, rubio, de ojos claros, altísimo, cirujano o empresario y, por supuesto, millonario? ¿O que en la nueva China el padre con el que sueñan las madres jóvenes sea Bill Gates? ¿O que en la lista de los diez personajes más admirados por los machos estadounidenses no haya un solo escritor o científico, casi todos sean ejecutivos o propietarios de empresas y todos inmensamente ricos? ¿O que la revista de más tirada de España -con casi 700.000 ejemplares- sea el Hola ? ¿O que los más famosos culebrones y telenovelas de la TV, seguidos por millones de espectadores, consistan en tratados de antropología de las clases altas (sus hábitos, sus problemas, sus placeres)?

Si los pobres no pueden compartir la riqueza, pueden al menos compartir sus ricos. Si no pueden consumir riqueza, pueden consumir vidas de ricos. Bill Gates, Carlos Slim, Warren Buffet, Amancio Ortega son la Luna y el Machupichu y la Capilla Sixtina y el Taj Mahal del capitalismo. Son el Sol y la Nieve y el Canto General del mercado globalizado. Puede que sean los responsables de que el mundo se venga abajo, pero son también los artífices de este milagro: el de que estemos muy contentos y todo nos parezca bien mientras nos desplomamos.

¿Quién quiere igualdad? La desigualdad, ¿no es un derecho de los pobres? Que haya millonarios, ¿no es un derecho de los mileuristas y los parados? ¿No debemos defender, armas en mano, nuestro derecho a que otros sean ricos? ¿No debemos agradecerles sus despilfarros? ¿No debemos al menos votar por ellos?

Ese es el modelo que tratan de imponer EEUU y Europa al resto del mundo. No el derecho a que haya estrellas y Machupichu y cataratas de Iguazú y 9ª Sinfonía de Beethoven sino a que haya ricos; no el derecho a pan y casa y zapatos sino a saber quiénes son y cómo viven los millonarios.

¿Revolución? El Pan y la Luna.

(A sabiendas de que “pan”, en el diccionario socialista, quiere decir también leche y ropa y casa y hospitales y transportes públicos; y “luna” quiere decir también mar y música y verdades y soberanía política).

Sólo nos queda el Rosa

Empecé a comprar Público por Javier, que ya no está. Allí terminé de conocer a Rafael Reig, al que había visto con simpatía en algún programa de Dragó y del que había leído algo en su blog. Por el camino algunos guiños simpáticos: mi reconciliación con Nacho Escolar, del que había recelado, citas recientes con Isaac Rosa y un puñado de páginas sobre memoria histórica, sosteniblidad o cómic. Poca cosa – aún siendo cosas importantes – para llenar el periódico que a uno le gustaría tener entre las manos. En el tránsito de ayer a hoy además del Ortiz se fueron desprendiendo la dirección de Escolar – que no sus textos- y ahora la carta con respuesta de Reig. Ya no queda nada de la primera página que siempre abría del periódico, nada que me impele a contradecir mi acto reflejo de empezar el diario por la última página.

What I believe, J.G. Ballard

Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, liberar la verdad que hay en nosotros, alejar la noche, trascender la muerte, encantar las autopistas, congraciarnos con los pájaros y asegurarnos los secretos de los locos.

Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de una playa de vacaciones desierta, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.

Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.

Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.

Creo en la muerte del mañana, en el acabamiento del tiempo, en la búsqueda de un tiempo nuevo en las sonrisas de las mozas de los bares de las rutas y en los ojos cansados de los controladores de tráfico aéreo en aeropuertos fuera de temporada.

Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.

Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.

No creo en nada.

Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.

Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en lo absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.

Creo en las adolescentes, en la corrupción que hay en ellas sólo por la postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desaliñados, en los rastros que sus partes pudendas dejan en los baños de moteles miserables.
Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez haya volado, en la piedra arrojada por un niño pequeño que lleva en sí misma la sabiduría de los estadistas y de las parteras.

Creo en la amabilidad del bisturí, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la locuacidad de los planetas, en la redundancia de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.

Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.

Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, y en las infinitas posibilidades del presente.

Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.

Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.

Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.

Creo en los próximos cinco minutos.

Creo en la historia de mis pies.

Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el temor a los calendarios, la traición de los relojes.

Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.

Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.

Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.

Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.

Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento.

Creo en el dolor.

Creo en la desesperanza.

Creo en todos los niños.

Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.

Creo en todas las excusas.

Creo en todas las razones.

Creo en todas las alucinaciones.

Creo en toda la rabia.

Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y evasiones.

Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.

Pillado de aquí. Por cierto traducción muy distinta de esta otra

Eso me parece a mi

“Les rodeaba un aura de tristeza infinita”. Lo leo en el cuento de (pongamos) Raquel, de veinte años. Soy jurado en un concurso de relatos de la biblioteca pública. ¿siempre es infinita la tristeza? Al menos por escrito sí, mucho más infinita que discreta, tolerable, elegante o marmórea. O eso me parece a mi.

Titula que algo queda

Los medios de comunicación siguen con la cantinela de Carlos Palomino “el antisistema”, tratando de sacar de “la normalidad” al chico y a sus amigos porque claro, ir a una concentración antifascista es ser un tipo radical y potencialmente peligroso y aunque el militar este, fascista y asesino, era aún peor (un perro de presa) el suceso en el fondo es un altercado en los bordes de nuestro mundo plano. Sin comentarios…o sí, los que en su día hizo Javier Ortiz, que me siguen pareciendo muy pertinentes.

Antifascista entre comillas

“Enfrentamiento en Madrid entre bandas juveniles de diverso signo ideológico”. ¡Fascinante planteamiento! Voy a pedir a los historiadores que asuman esta nueva tendencia, tan aséptica y tan equidistante. ¿Qué tal si se deciden ya a describir la II Guerra Mundial como un “enfrentamiento entre bandas adultas de diverso signo ideológico”?
Lo mismo para las víctimas. “Se produjo un muerto”, leo en un titular.  No me digáis que no es fantástico ese “se”. ¡Se produjo! ¿Él solo, por su cuenta?
Tomemos ejemplo y escribamos, a partir de ahora: “En el enfrentamiento entre bandas adultas de diverso signo ideológico que tuvo lugar en el mundo entre 1939 y 1945 se produjeron varios millones de muertos.  Muchos de ellos se produjeron en cámaras de gas y hornos crematorios”.
Incluso ha habido un periódico, que se pretende lo más de lo más, que ha considerado que no estaba lo suficientemente claro que el chaval asesinado el domingo en el metro de Legazpi fuera realmente antifascista (se ve que luchar contra el fascismo no es prueba bastante), razón por la cual aludió a él en su portada de ayer calificándolo de “antifascista”… ¡entre comillas!
¡Cuánta ideología babosa condensada en unas solas comillas!
Pero vayamos al meollo. El punto clave es que las autoridades de Madrid, olvidándose de que el Código Penal español prohíbe la provocación a la discriminación, al odio y a la violencia por motivos de etnia, raza u origen nacional, autorizan actos públicos xenófobos, netamente fascistas, como el que se iba a celebrar con su beneplácito el domingo en Usera. Una vergüenza pública que movió a unos cuantos centenares de jóvenes, dotados del sentido de la dignidad y de la memoria histórica del que tantos mayores carecen, a plantar cara en el sitio de autos para decir… pues eso: que ya está bien.
Me piden que compare lo que se prohíbe en Euskadi y lo que se permite en Madrid. Para qué. Que vea quien tenga ojos para ver.
Los que tenemos ojos para ver vemos que en la España de hoy reina un patético desarme ideológico. Y que a quienes tratan de mantener alta la guardia los ponen entre comillas.
Aunque den su vida en el intento.
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Aparecido en Público el 12-XI-2007

Cuando el hielo traspasa la rutina

Desde hace ya unos cuantos años mi pléyade de rutinas mañaneras incluía la visita a la página de Javier Ortiz. Aunque él llevaba la tira de años ejerciendo de escribidor en distintos medios yo le descubrí tarde, ya en la red, cuando fue un “resentido social”, antes de esculpirme cada día al menos un “apunte del natural” y de ya al final meterme para mi solaz “el dedo en la llaga”. Con él me tomé una par de copas e intercambié algún mail nada más, pero a su al rededor he hecho buenos amigos y con todos ellos he crecido un poco más como persona, desde la red, la voz y el espíritu crítico.

No querría hacer uno de esos obiutiarios lloreones y autorreferentes de los que tanto se rió en vida el bueno de JOR. Por eso ha dejado su propia despedida.

Tantos recuerdos

Yo confieso que no había pensado en Mari Trini en muchos años. Yo confieso sin embargo que ver su foto la otra mañana en un obituario del periódico de la mañana en el metro me ha sumido en una sensación de tristeza profundamente melancólica. Recuerdo de pequeño a mi madre cantando canciones de Mari Trini, a ella le gustaba mucho y no paraba de repetir lo injustamente olvidada que había sido esa mujer (aunque en aquellos ochenta aún tenía cierta presencia mediática su figura parecía más un producto de gala de fiesta que de gran dama de la música pop de inspiración francesa que era). A mi de pequeño había dos mujeres entonces poco valoradas que me gustaban especialmente del panteón de los gustos de mi madre: Cecilia y Mari Trini. Me parecían diferentes, únicas, y a pesar de ser un niño sus composiciones me parecían tremendamente emocionantes y literariamente bellas. Hoy, escuchando en internet las viejas canciones de Mari Trini vuelvo a regodearme en las sensaciones morriñosas de la infancia. Me gusta recordar a mi madre cantando, ahora lo hace poco.

Su voz ruje, sus textos rascan su garganta y se estampan en tus entrañas. Una gran señora.